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—  Sé que estuviste buscándome, no te hagas el sorprendido que somos pocos y nos conocemos mucho ― me quité las gafas de sol, escuchando a Simón

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— Sé que estuviste buscándome, no te hagas el sorprendido que somos pocos y nos conocemos mucho ― me quité las gafas de sol, escuchando a Simón.

— Si, estuve buscándote a pedido de mamá.

— ¿Para qué? Ya estoy al tanto que se murió.

— Ella quería que nos reconciliemos y tiremos sus cenizas al Pozo de las Ánimas.

— ¡La vieja estaba loca pero no sabía que tanto! ― se burló, revolviendo mis tripas.

— Le dije lo mismo, aunque con otras palabras. No logré disuadirla, por el contrario, me dio una carta para vos.

— Excepto que sea un sobre con guita, no me importa ― sacó lo peor de sí; no me sorprendía.

— No tenía tu número, no sabía cómo encontrarte...

— ... y por eso te filtraste en una fiesta privada con otro nombre...― confirmó mi sospecha ―. Sos tan básico Valentín. Nunca te dio el cuero para hacerte el espía. Se nota que los gallegos son medios brutos y aceptan a cualquier perejil con un título más o menos bueno ― Simón usaba la misma técnica con todo el mundo: desde el pedestal de la soberbia, siempre menospreciaba a los demás.

Yo había crecido con ese desmerecimiento constante, alimentado por mi madre, su mentora, su protectora. Ella le daba todo, desde dinero hasta las palabras de cariño que se le habían negado en su más precoz infancia.

Simón era el pobrecito, el marginado, el que debía tener todas las herramientas posibles a su alcance para ser un buen hombre. Mi madre jamás pudo ni quiso ver que a Simón poco le importaba su cariño o vivir con una familia.

— Mirá, lo que menos quería yo era tener que volver acá y buscarte. La vieja me insistió.

— La vieja está muerta, nene, así que no me importa nada. Ni su carta, ni sus cenizas, ¡nada! Tirálas a la maceta de la entrada de casa... ¡qué sé yo! ― que hablara así de la mujer que lo rescató de sus miserias y le había brindado todo lo que había podido, me dolió sobremanera.

— Su memoria no merece que digas eso. Ella le sacaba plata a papá para dártela a vos, para que hicieras esos negocitos con la banda de la Villa de Luján de Cuyo...

— Yo no le pedía nada, ella me la daba porque quería. Además, ese viejo déspota era un canalla. ¡Flor de corrupto José Luis! ― no quería escucharlo más, pero esa conversación era necesaria, además, para saber cuáles eran sus planes en torno a Trini.

— Simón...esa casa la pusiste a nombre tuyo y los dos sabemos que no tendría que ser así ― la ley argentina preveía herederos forzosos y, por lo tanto, yo era el dueño absoluto de esa propiedad. Sin la paternidad demostrada en papeles y conmigo vivo, era difícil que él fuera el único heredero de ese inmueble por más que nuestra madre hubiera firmado papel pintado.

Un confuso silencio se apoderó de la charla. Súbitamente dejaba de hablar; como si su cabeza estuviera pensando una treta que no pude deducir. Todo podía esperarse viniendo de él.

— ¿Querés la casa? Bueno, andá y quedáte con esa casa. Los papeles siempre estuvieron en la pieza de Isabel.

— ¿Estaban en su casa?

— Siempre estuvieron ahí, Valentín. ¿Vos crees que me importa algo esa casa? Ella estaba feliz de dejármela, y yo como buen hijo, accedí a que me firmara un papelucho. No soy tan idiota de no saber que no puedo heredarla ― ponía tono ridículo, desafiándome―. Es una tapera que se cae a pedazos, no vale nada ― presioné el puente de mi nariz, afectado por sus palabras. Esa era mi casa, allí había crecido yo, con una madre que prefería darle cariño y atención a un chico de la calle y un padre intransigente y que se dedicaba a la bebida más de lo debido.

De pequeños, Simón y yo éramos unidos a pesar de los siete años de diferencia de edad; él me había enseñado a andar en bicicleta, con él jugaba al policía y al ladrón. Él había sido mi ejemplo, mi hermano mayor, el que se las sabía todas, aquel que no temía a nada y se enfrentaba a cualquiera que osara pelearme en la calle.

Eso bastó para ponerlo en ese altar imaginario, en ese lugar de ídolo supremo.

— Beatriz te dio las llaves a vos después del velatorio. Por importarte poco y nada la casa te aseguraste que yo no pudiera entrar ― le recordé, de mala gana. Yo también podía ser sarcástico.

— Andá a eso de las 9. Te espero ahí... ― no titubeó.

— ¿En tres horas? ― corroboré con mi reloj.

— Sí, ¿tenés la agenda complicada? ― colgué tras su ironía, no quería continuar escuchándolo. Me asqueaba.

No hubo un saludo, no hubo un adiós, mucho menos unas gracias...

Nervioso, pensé en llamar a Trini para avisarle que no cenaría en el restaurante; sin embargo, temí que se preocupara por demás y opté por pasar un rato antes por allí, cuando recién estuviera con los preparativos del salón.


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Dar el cuero: capacidad de hacer algo.

Gallego: modo despectivo de referirse a todos los españoles, generalmente, asociándolo con alguien poco inteligente.

Perejil: tonto.

Tapera: casa abandonada y en ruinas.

Luján de Cuyo: localidad mendocina.

"A un disparo"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora