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Esperé con predisposición por sus palabras, aquellas que me hicieran confiar en él por siempre y desfigurar esos malditos fantasmas en torno a su persona

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Esperé con predisposición por sus palabras, aquellas que me hicieran confiar en él por siempre y desfigurar esos malditos fantasmas en torno a su persona.

Sin embargo, como en una película de suspenso, su celular comenzó a sonar frenéticamente, desconcentrándolo, sacándolo de eje. De soslayo, miró la pantalla dudando si atender o no, hasta que prefirió hacer lo primero.

—  Perdonáme, pero es muy importante que atienda. Prometéme que no te vas a ir a ningún lado ― tocó la punta de mi nariz con su dedo y de un respingo, saltó de la cama para ir directo al baño, dos puertas más adelante, dejándome en ascuas.

¿Quién lo llamaba a estas horas?

Un poco confundida y sofocada por la realidad, me presioné las sienes. Confirmaría gracias al pensamiento analítico de un supuesto abogado como lo era Pablo, que Simón sospechaba que Irala me habría compartido datos sobre sus negocios sucios con Fuimino. Evidentemente, el cordobés se había llevado a su tumba unos cuantos secretos.

Miré al cielo, reprochándole en silencio los daños colaterales de sus chanchullos.

Mordiendo mi uña, retomé el interés por mis asuntos pendientes con Omar. Debía entregarle una fotografía de Pablo; sería difícil, pero observando su pantalón a los pies de la cama, rogué por que la conversación con esa persona a esa hora de la madrugada se extendiera lo necesario como para dejarme actuar con tranquilidad.

Asomándome al pasillo, apenas podía escucharse un murmullo proveniente del baño. Con rapidez y sigilo revolví los bolsillos de sus jeans hasta que, de uno de ellos, cayó la tarjeta magnética del hotel y la billetera.

El corazón me palpitaba a mil millas por segundo, estaba violando su intimidad, ¿pero no era una causa noble investigar a quien había dejado entrar a mi casa... y a mi vida?

Inspirando profundo abrí esas tres carillas de cuero negro cosido y constaté que además de algunos euros y pesos argentinos, había múltiples tarjetas de las cuales ninguna llevaba el nombre de Pablo Matheu sino de un tal Valentín Salvatierra.
Mi labio comenzó a temblar, mi cuerpo se derrumbaba delante del documento y los datos de este sujeto. Efectivamente tenía 36 años a juzgar por su fecha de nacimiento y su domicilio estaba radicado en esta provincia. 

Requisando el interior de las solapas, con las lágrimas corriendo enérgicamente sobre mi rostro, hallé una fotografía 4x4 de su juventud, una estampita de San Expedito desgastada y una segunda imagen, algo desdibujada, pero contundente: Pablo o Valentín, estaba de pie frente a una torta de cumpleaños junto a una mujer alta, delgada, de cabellera rizada oscura y ojos claros; otra más baja, de talla pequeña y una tercera persona, esta vez, un hombre de unos 25 años, rubio.

Recorrí la imagen una y cien veces más, con el terror de reconocer que Simón, de un modo u otro, formaba parte del pasado de mi actual amante.
Y quise morir.

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Chanchullos: acuerdos poco claros para conseguir el beneficio de algo por sobre el perjuicio de otros.

"A un disparo"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora