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Aburrida, siendo cascarrabias y aprendiendo rápidamente sobre mecanografía, mis primeros setenta y tres días pasaron entre papeles, olor a tinta, radio con música nacional, mucho calor y casos de poca relevancia.

La comisaría número 1 de la Ciudad de Buenos Aires estaba emplazada a poco de la estación de trenes de Retiro, una de las más concurridas junto con la de Constitución y rodeada de edificios recoletos, de gente con alto poder adquisitivo y gran participación de turistas, dada la cercanía con la peatonal de la calle Florida, una de las más tradicionales de la zona.

Tomando declaraciones de arrebatos ocurridos en la vía pública, asentando denuncias contra algún indigente apostado en la calle y que molestaba las visuales de los transeúntes y vecinos o asistiendo gente ante pérdidas de pertenencias personales, todo lo que sucedía allí dentro carecía de adrenalina y emoción.

Mis cuatro compañeros parecían estar en piloto automático; los cuatro eran hombres que no dejaban de hablar de fútbol, de sus hijos o de la última adquisición en materia tecnológica.

A mí solo acudían cuando necesitaban de una mano con el inglés. Con un certificado emitido por el Instituto de Enseñanza Británica al finalizar mi secundario, era lo más parecido a una traductora con lo que podían contar.

Sin embargo, en esa tarde de febrero todo cambió: mientras juntaba dinero para comprar unas medialunas, el comisario González me citó en su despacho.

—  Sentáte por favor ― se lo notaba tenso, inquieto. Lo obedecí, dubitativa ―. Tomá, leé desde la foja diez hasta la quince ― sacando el expediente desde dentro de su cajón, lo arrojó sobre su escritorio. Era el del cordobés Irala.

Las fotografías de mi compañero eran elocuentes, hablaban por sí solas; tuve ganas de vomitar, pero me contuve. Me di aire con la mano, sofocada.

—  Se confirmó que estaba metido en el tema de la venta ilegal de estupefacientes. Parece que se quedó con un vuelto que era para Fuimino.

—  No puedo creerlo, él era un tipo honesto. ¿Para qué meterse en este lío?

—  Tenía algunos créditos personales que pagar, unas cuotas del terreno que compró en Córdoba; la esposa dijo no saber cuán endeudado estaba.

Mi labio inferior temblaba; atónita, me resultaba inverosímil la versión. Pasando las hojas foliadas una a una los detalles parecían ser más escabrosos aún.

—  Cuesta creerlo, ¿cierto? Pero no siempre llegamos a conocer a las personas por completo.

No pude articular palabra. Arrastré mis lágrimas, acusando el inicio de un llanto más intenso.

"¿Por qué, Córdoba? ¿por qué?", me pregunté en silencio. Bajé la mirada y dejé el papelerío en el mismo sitio que González. Me sentía decepcionada, traicionada.

Yo había confiado en el cordobés, en ese sujeto que tenía la edad de mi papá y que me daba consejos como si lo fuera. En ese hombre de tez trigueña, ojos oscuros y cejas profusas y bigote eternamente negro, de graciosa tintura.

González se me acercó notando mi desilusión y tomando asiento sobre la fórmica amarillenta de su escritorio, extendió su mano con un pañuelo.

—  Obviamente está sin uso, agarrálo con confianza ― me sacó una sonrisa a la fuerza. Lo acepté y me quité el sudor de la cara, producto de la bronca e impotencia.

—  Perdón.

—  Perdón, ¿por qué?

—  Por ser tan ingenua. Se supone que nos enseñan a ser fuertes, a desconfiar de todos...

—  No, Trinidad ― dijo enérgico y mi nombre sonó con una potencia inusitada desde su boca ―, nos enseñan a confiar en los correctos ― me tomó de las manos brindándome ayuda para incorporarme―. Sos sensible, eso habla de que sos una persona especial ― el aire a nuestro alrededor se enrareció, llenándose de una sórdida intimidad y halo de seducción.

—  Comisario...creo que la idea de venir a la primera no fue tan mala después de todo.

—  Simón, decime Simón... ― me acarició el mentón, tierno, buscando mis ojos. Los encontró.

Por un momento, la tensión nos mantuvo en alerta, muy próximos, muy cerca de sucumbir a la tentación de darnos un beso.

—  Disculpáme, esto no es correcto ― se apartó de mí, regresando al otro lado del escritorio. Con un tibio gesto en el que me señaló la puerta de salida, me invitó a retirarme sin decir nada más.

Confundida, llené mi pecho de aire que exhalé de a poquito.

—  ¿Y? ¿Puso guita el jefe? Por el tiempo que estuviste ahí adentro tiene que haberte dado hasta el número de la cuenta bancaria ― mis compañeros se rieron entre sí.

—  No... no tenía cambio ― mentí, dejando el puñado de billetes en la mano de Omar "el "Turco" Ussain ―. Me voy a casa, estoy descompuesta ― tomé mis cosas, apagué mi PC ante la vista atónita de los presentes y monté mi moto.

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Guita: dinero.

"A un disparo"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora