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Para cuando arribé a la casa, me sorprendí al notar la fachada con pintura reciente. Parecía que mi hermano había invertido algo de dinero en ella, después de todo.

Habiendo hecho escala en un hotel sobre la avenida Irigoyen, dejé mis pertenencias, llamé a Beatriz y ésta me confirmó que mamá continuaba igual que el día anterior.

Mi vieja había aguantado unas horas más. Con el puño cerrado por la paradójica buena noticia, tomé un taxi y en media hora estuve en su habitación.

Mamá estaba muy delgada, las venas de sus manos se veían a través de su piel. Beatriz me dio la bienvenida ofreciéndome un café que acepté con un ligero movimiento de cabeza.

No había podido comer durante el vuelo y mucho menos dormir, pensando en ella.

Frágil, etérea, luchadora, esa incansable mujer se estaba apagando como la llama de una vela.

Las gotas de suero bajaban una a una, haciendo un eco que rompía el silencio de un modo criminal. Con poco cabello, los labios ásperos de la deshidratación, se mostraba derrotada físicamente.

—  ... hijo... ¿sos vos? ― sin abrir los ojos, en un suspiro apenas audible, largó al aire. Me acerqué, le tomé la mano fría y sin pinchar, y le di calor soplándole la piel.

—  Sí, estoy acá mamá.

—  Viniste, desde tan lejos ― hablaba boca arriba, sin dirección precisa.

Me senté a su lado, hundiendo el colchón.

—  ¿Viste a tu hermano? Se fue reciencito ― perdida en tiempo y espacio, no reparó en las horas de diferencia entre la partida de Simón y mi llegada.

—  No mamá, por poco ― besé su frente igual de helada que sus manos.

—  Quiero que me prometas algo, Valentín.

—  Lo que quieras ― o casi todo.

—  Quiero que te reconcilies con tu hermano, que no prime la discordia, como dice el Martín Fierro ― criada en el campo, el escrito de José Hernández era palabra sagrada para ella. Le mojé los labios dándole unos sorbitos de agua que a duras penas bebió.

—  Mamá, por favor. No es momento de hablar de eso ahora.

Beatriz entró con mi café y un platito con medicinas para ella.

Ambos la incorporamos en la cama, colocándole unas almohadas mullidas tras la espalda. Con dificultad, finalmente abrió sus ojos.

—  Estás más flaco ― fue crítica conmigo, como siempre. Yo nunca lograba convencerla de nada por completo.

—  Estoy haciendo mucho ejercicio.

—  Tenés que conseguirte una novia que te cocine rico ― hizo gala de su humor machista pasado de moda y a tientas, tocó mi rostro ―. Sé que te dejé un poco solo, pero tu hermano necesitaba más ayuda que vos.

—  Ya está madre...ya ha pasado...

—  Ya se te pegó el acento gallego ese...― esa sonrisa llenó mi alma.

—  Es bastante fácil de pegarse ― le acerqué nuevamente el vaso y tomo dos píldoras que no sé ni cómo hizo para tragarlas.

—  Por favor, hijo. Buscá a tu hermano. Pedíle que te perdone.

—  Es tema terminado, mamá ― ¿cómo decirle que habíamos llegado a instancia judicial? ¿Cómo decirle que nuestra relación era irreparable?

Repentinamente empezó a toser y en el pañuelo que llevó a su boca, una mancha de sangre pura me alarmó más de la cuenta.

—  Es normal, no te asustes ― minimizó―. Sé que el doctor ya firmó mi certificado de defunción.

—  No exageres...

—  Sé que estoy muriéndome, lo siento en mi cuerpo. Es como una quemazón que me recorre las tripas. Soñé con tu padre anoche ― volvió a pedir que la recostemos horizontalmente con la cabeza apenas elevada. Para cuando Beatriz se retiró de la pieza, pidió que me acercara a su boca para susurrarme algo casi en secreto ―: no podré descansar en paz si no me prometés que vas a buscar a tu hermano, te vas a disculpar con él y juntos, van a llevar mis cenizas al Pozo de las Ánimas ― mencionó aquella singular formación geológica con dos grandes espejos de agua verde intenso que tanto amaba visitar cuando iba para Malargüe a lo de su hermana Tita. Terca, aunque ese pedido le llevara el último aliento de su vida, impuso.

Incapaz de darle un no como respuesta, aun sabiendo que era casi imposible rastrear a mi hermano, le entregué mi afirmación, metiéndome en un enorme problema.

—  En mi cajón hay una carta que quiero que le entregues. Y agarrá la bolsita azul. Esa es para vos.

—  ¿Qué? ― ¿por qué pedirme algo semejante si había estado con él unas horas atrás? . Me puse de pie, obtuve la carta y el obsequio. Regresé a su lado.

—  Mi alma estará feliz solo cuando sepa que le diste mi carta.

—  Mamá...― aun en su lecho de muerte era una gran estafadora emocional.

—  Valentín, tu hermano te necesita. Ambos quedarán solos, sin mí.

—  Ambos somos adultos, él sabe cuidarse. Y yo también.

—  Vos siempre fuiste el más responsable de los dos.

—  No sé ni dónde vive ahora ― alejado de él, sin contacto, no había modo de saber el paradero de su hijo descarriado.

—  Se fue a Buenos Aires.

—  Buenos Aires es grande...

—  Salió en la tele el otro día ― aseguró, convincente y desorientada.

Le concedí el beneficio de la duda; para ella, él era Dios.

—  Ahora voy a dormir un cachito más. Me duelen toditos los huesos ― afirmó. Le di un beso en la frente, ella respiró profundo y puso la cabeza apenas recostada sobre su derecha.

Tomando asiento en una silla contigua, incliné mi torso y me acomodé en su regazo. Su mano acarició mi cabello ondulado y una lágrima, la del adiós, recorrió mi nariz cayendo en la sábana blanca.

Ya no nos veríamos más en esta vida...ambos lo supimos automáticamente.


ambos lo supimos automáticamente

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Cachito: poquito.

"A un disparo"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora