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Se los prometiste, Ámbar Michelle. Le prometiste que irías a despedirlo y ¿qué es lo que haces? Te quedas dormida y te levantas una hora tarde, una hora después de que te habían dicho que se irían. Ya si es verdad que no te van a perdonar esta vez.

—¡Maldita sea! —exclamo cuando no encuentro el maldito par de mis tenis, ¿es en serio? Mi habitación siempre ha estado ordenada y justo cuando lo necesito, esta hecha un desastre. Me paso alrededor de cinco minutos dándole vueltas a mi habitación hasta que encuentro el par faltante de mis tenis, corro hacia mi mesa de noche y tomo mi celular. Salgo corriendo de la habitación y me tiro escaleras abajo hasta terminar en el piso. Así es señores, me caí porque no amarré los lazos de mis tenis. —¡Me cago en la p...!

—Ámbar Michelle, ¿qué son esas maldiciones a esta hora de la mañana? ¿Y qué haces en el suelo? ¡Levántate! —¿qué acaso no vio que me caí?

Suelto una maldición mentalmente y me levanto del suelo, miro la hora en mi celular y han pasado quince minutos más y aun no salgo de aquí. Dios, me van a matar.

—Adiós, ma. Voy tarde, super tarde —aviso mientras hago un nudo todo raro en los lazos de mis tenis para que no ocurra un accidente más adelante y esta vez sí termine herida.

—¿No vas a desayunar?

—No, comeré algo por ahí, adiós —me despido y corro hacia la puerta, la abro y salgo como si la muerte me estuviese persiguiendo, le rezo mentalmente a todos los dioses para que ellos estén aquí todavía. Corro por las silenciosas y limpias calles del vecindario por alrededor de cinco minutos hasta que a lo lejos veo aquel vehículo que conozco a la perfección. Corrí más rápido y veo a la gloria cuando veo al dueño del auto salir de casa con una maleta en mano. Gritaría de la emoción en este mismo instante pero mi cerebro y mis pulmones necesitan algo llamado oxígeno.

—¿Michi?

Le hago una seña con mi mano de que espere y me sostengo de su auto, esperando el aire llegue por fin a mis pulmones. Uff, creo que nunca en mis casi veinte años había corrido tanto, ni siquiera cuando estaba en clase educación física en el colegio. ¡Que bien se siente volver a respirar otra vez!

—Pensé que te habías ido —hablo por fin, girándome para recostarme del auto y seguir con mi misión de no desmayarme por correr tanto y por hacerlo sin tener nada en mi estómago, más que chucherías y alcohol de la boda de ayer. Veo como él se aproxima al maletero a guardar su maleta.

—No, me levanté hace poco

—¿Me estás diciendo que...? ¿Acabo de arriesgar mi vida por venir a despedirme y me estás diciendo que te acabas de levantar?

—¿Arriesgar tu vida? ¿A qué te refieres? —dice acercándose a mí.

—Con el afán de llegar a tiempo, me caí de las escaleras

—¿Estás bien?

—Sí, con un pulmón menos pero sí, estoy bien. ¿Los demás están aquí? —pregunto alargando mis brazos para agarrar su manos.

—No, ya te dije, me levanté tarde, al rato pasaré a buscarlos. Supongo que no has desayunado —dice dando un pequeño paso, el que le faltaba para que estuviese completamente cerca de mí.

—Supones bien —le digo levantando mi cabeza para mirar de cerca esos tremendos ojos verdes que me encantaron desde el primer día en que los vi. Él me examina atento, sus pupilas estaban levemente dilatadas pero aun así sus ojos no dejaban de mostrar ese verde intenso que los caracteriza, una de sus manos se encontraba acariciando una de mis mejillas, las cuales se sienten calientes ante su tacto. Sonrío involuntariamente cuando nuestros labios se rezan, y cada parte de mi cuerpo espera deseosa ese beso que nunca llegó.

Nunca Es Demasiado TardeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora