Capítulo 23

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Tenía exactamente setenta horas todavía. Después de la sorpresa inicial que los había dejado completamente congelados a ambos, Bruce se había puesto a trabajar y había ordenado a Alfred que colocase una cuenta atrás. No sabía qué pasaba por su cabeza, pero sí sabía que no iba a parar de mirar a aquel condenado bicho ocurriese lo que ocurriese. También me habían atado a una camilla, algo que me había dejado para facilitar el trabajo del murciélago dado que todos los que tenían esa especie de tatuaje en donde no se podía distinguir ya la garrapata que era antes, habían terminado volviéndose medio tarumbas y realizando cosas extrañas por la calle en una demostración de lo fuertes y maravillosos que eran en comparación a los demás. Suponía que esa era la mejor forma de vender algo que podía llegar a matar, como las drogas. Porque no nos olvidemos que en la mente humana siempre hay una estúpida sensación de omnipoder que le hace creer que en cualquier momento librará la muerte si lo desea con todas sus fuerzas. Tonterías.

Batman no me había dirigido ni una sola palabra. Sabía que estaba demasiado concentrado en la labor que estaba haciendo por lo que no quería interrumpirle. Además, el hecho de poder morir en las próximas setenta horas no es que hiciese tampoco más fácil que tuviese un tema de conversación que quisiese mantener con toda la pasión del mundo, salvo quizá, que él supiese que era parte de mí, pero para eso ya había tiempo en los últimos dos o tres segundos de vida, ¿verdad? La gente solía esperar al instante en que iban a morir para decir las cosas más bonitas que no habían dicho nunca, esas cosas que debían haberse pronunciado en otro momento, haberlas vivido de otra forma pues se hubiesen evitado muchos sentimientos confusos. También usaban esos instantes para asegurarse que la persona odiada supiese que se la iba a seguir odiando o, por el contrario, que ya se la había perdonado dejando un sabor agridulce en aquel que se quedaba allí, viviendo, esperando el momento de que llegase su hora.

De todos modos, pensar en la muerte no es que fuese precisamente el tema más agradable de la historia, así que mientras Bruce trabajaba, observando mi brazo, aquel lugar que poco a poco se iba transformando en la marca de mi propio final, me permití recordar historias, historias entre él y yo. Había tanto de lo que escoger. Tantos momentos que revivir.

Bruce no lo sabía, pero yo había sentido algo extraño cuando había visto por primera vez el color tan intenso de sus ojos azules. No tenía ni idea de lo mucho que había pensado en encontrar alguna pequeña tara en ese azul, pero no la había. Era un azul distinto al azul de Superman. No había esa pureza del típico chico bueno, sino otro tipo de pureza, esa que se ha ido formando en el mundo a partir de palos, de dolor, de sufrimiento.

No había ninguna mancha en la complejidad de las tonalidades azules de su iris. Y cuando se podía ver entero o casi entero por toda la iluminación que hubiese en el lugar, era aun más sorprendente. Era un mar, un precioso mar tormentoso en el que me hubiese zambullido siempre sin temor a lo que me pudiese ocurrir en sus aguas. Un mar que pese a su temperamento, a su forma de ser, de reaccionar, te entregaba un hogar donde vivir, donde permanecer para siempre formando parte de él, sin deseos de echarte, pero con la amenaza de hacerlo en algún momento, más por el temor de ambos ante ese hecho que porque realmente fuese a ocurrir.

Tenía sudor en la frente. Nunca le había visto así. Estaba nervioso de verdad, muy nervioso. Tanto que el cuerpo estaba empezando a mostrar las debilidades de cualquier otro ser humano. Eso me hizo sonreír porque parecía un ser muy lejano cuando se ponía aquella capa, como si no sintiese ni padeciese, como si estuviese por encima de cualquiera colocándose el disfraz de su propio miedo para asustar al resto. Pero, a diferencia de lo que mostraba, sentía, sufría y estaba roto. Dolorosamente roto. Un sentimiento que yo misma había experimentado tantas veces y que me había acompañado, que creía imposible dejar de sentirlo, pero con él... con él no importaba ese sufrimiento porque moríamos juntos pese a la felicidad de haber encontrado a quien comprendiese nuestro anhelo.

Los ojos de Bruce se posicionaron en los míos medio segundo antes de volver a mirar la cuenta atrás. Solamente habían pasado diez minutos, pero podía leer en su rostro que para él era igual que un mundo y en el fondo, si me parase a pensar, para mí también lo sería. Toda una vida reducida a setenta y dos horas, así que esos diez minutos en realidad eran como años perdidos.

Giré mi cabeza y miré al techo. Observé a todas las pequeñas criaturas aladas con las que convivía como si fuese su padre. Los murciélagos le temían, le respetaban, lo mismo que él los temía y respetaba. Formaba parte de su propio miedo pese a seguir teniéndoles miedo. Era un hombre extraordinario que de enfrentarse a sus temores había logrado su propia fortaleza para volverse la pesadilla de aquellos que por suerte o por desgracia, formaban parte de Gotham y querían marcar la vida de familias enteras como un hombre, un ladrón de poca monta, alguien deseoso de dinero, había logrado marcar de la Wayne matando a sus padres en un callejón donde no pudieron recibir ningún tipo de ayuda, donde la policía llegó demasiado tarde y no supieron jamás quién había sido el responsable dado que el pequeño Bruce, después de tanto tiempo, de haber visto algo, había perdido toda memoria del rostro del agresor, pero jamás la manera en la que los cuerpos de sus padres habían caído al suelo y lanzado el último suspiro de vida a una ciudad a la que le querían haber dado todo y todo les había sido arrebatado.

Ese era el origen de Batman, ese había sido el instante en que Bruce Wayne se había convertido realmente en la máscara para presentar el público, porque él era Batman y Batman era él. El pequeño Wayne que todo el mundo había adorado, ese mismo día, también había muerto con sus padres en ese callejón. 

Rise of GothamDonde viven las historias. Descúbrelo ahora