Capítulo 6

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Tras entrar al restaurante, no tardaron demasiado tiempo en llevarnos hasta el reservado. Todo el mundo me conocía a pesar de que estuviese en una ciudad nueva y eso era una gran ventaja para prácticamente todo lo que desease conseguir que soliese necesitarse semanas en una lista de espera.

El reservado era bastante peculiar, ajeno de miradas indiscretas, pero no era un lugar donde uno podía hacer lo que quisiese sin miedo a ser visto, así que había que mantener siempre las composturas, lamentablemente.

Laila se sentó en la silla que le evité al maître retirar. Quería ser un caballero con toda las de la ley, así que tras ayudarla a acercarse a la mesa, fui yo quien se sentó frente a ella, permitiéndole tener su espacio y también porque de esa manera podía contemplar mejor cada uno de los milímetros de sus facciones.

Una vez pedida la cena y el vino servido, observé cómo la mirada de Laila no se había levantado del vino tinto que ahora decoraba el interior de la copa de cristal que tenía delante.

— Cuéntame. ¿Qué te hizo venir a Nueva Orleans?

Mi voz la sacó de sus pensamientos y casi como si estuviese asustada se percató de dónde estaba realmente, luego cogió esa misma copa dándole un sorbo antes de responderme, disfrutando de ese líquido casi del color de la sangre que aún recordaba que siempre le había encantado cuando habíamos salido a cenar, pero solamente para cenar. Ella era de las mujeres que aceptaban que el vino se bebía en eventos importantes y no siempre. Este reencuentro era extraordinario, así que no podía negarme el placer que para mis ojos era contemplarla degustando un buen caldo. Algunas gotas del líquido quedaron en sus labios, pero rápidamente desaparecieron con un suave movimiento de su lengua.

— Quería alejarme lo máximo posible de París. Mi hermano acababa de encontrar un buen empleo aquí y me ofreció que me marchase con él, que cuidaría de mí. Así que, ni tan siquiera lo pensé. Era lo mejor para mí. Un país nuevo, una vida nueva...

Su hermano. Recordaba haber visto a ese rubio en varias ocasiones. Nunca le había caído bien. Era un par de años mayor que Laila y tan solo unos meses mayor que yo. Siempre había sido muy protector con ella y más tarde había entendido porqué. Pero, por mucho que Laila le asegurase que me amaba, siempre me había mirado por encima del hombro y en más de una ocasión me había asegurado que si le hacía daño a Laila las pagaría. Seguramente, si su Ethan estaba por ahí me esperaría algo bastante peor que lo que había vivido sin ella, al menos, a sus ojos. Para mí la ausencia de Laila había sido el peor de los infiernos, como si me hubiese hundido demasiado pronto para terminar en el destino que me esperaría una vez que abandonase la vida para no regresar.

— ¿Llevas aquí estos diez años?

— Prácticamente y me quedé aquí porque conseguí encontrar trabajo y hacerme a la ciudad, así que...

— ¿Conseguiste trabajo? Dime, por favor, que perseguiste tu pasión por encima de todas las cosas.

Me miró de esa manera tan inocente suya en la que casi parecía sorprenderse porque me acordase de cada una de las cosas que me había dicho durante el tiempo que habíamos estado juntos. ¿Cómo podría olvidar su pasión por las letras? Ella siempre había querido ser escritora, había tenido entre sus manos muchas obras y la había visto empezar distintas novelas, todas y cada una de géneros distintos, disparatadas; pero, a la vez, fantásticas. Recordaba cómo se pasaba las tardes contándome lo que había estado escribiendo por las mañanas, cómo se mordía la lengua para no decirme más información de la necesaria aunque conseguía sonsacarle las últimas ideas que su mente había llegado a unir, más que nada esas que le parecían unos giros sorprendentes en las tramas, en las historias que terminaba sometiendo a sus protagonistas a todo tipo de obstáculos y cómo casi todas terminaban bien menos aquellas en las que se perdía en sus pesadillas, en esos terroríficos finales propios de novelas de miedo. Tenía claramente en mi memoria la forma en que ese rostro que tenía delante se terminaba iluminando con cada palabra pronunciada pues su mundo cobraba vida a la velocidad en que su imaginación trabajaba.

Aún seguía preguntándome cómo diablos podía idear tanto en tan poco tiempo con toda la lógica del mundo llegando a convencerme de que cualquiera de las alternativas que tomaban las tramas eran las únicas con sentido.

— En realidad, sí. He estado durante mucho tiempo intentándolo, pero finalmente he logrado hacerme escritora de cuentos infantiles y también escribo novelas para adultos —comentó sin poder evitar que una sonrisa apareciese en sus labios.

¿Quién no sonreiría con algo así desde el instante en que se había soñado siempre con ello y había costado tanto trabajo? Muchos creían que una novela era poca cosa porque parecía escribirlo todo el mundo, pero no era tan sencillo engatusar al lector y hacerle necesitar leer hasta la última de las páginas además de que las temáticas no fuesen simples clichés, que fuesen en lo posible frescas, dinámicas, distintas a lo que se podía encontrar en una librería y con ese toque especial en el que el autor encontraba su propia voz para ser reconocible si leyese el texto que se leyese suyo frente al resto de los ilustres miembros del mismo gremio.

— Así que finalmente estoy ante la escritora que tanto tiempo he leído y de la que he sido su único fan.

Ella se sonrojó antes de soltar una pequeña risa pues imaginaba que recordaba también las cantidades insanas de folios que habían estado por todo mi piso cuando habíamos vivido juntos.

— Lamento que tuvieses que sufrir semejante tortura. No puedo ni imaginar hasta qué punto darías palmas de alegría por tener que regresar al trabajo sin escuchar todo ese parloteo sobre las historias que tenía en la cabeza y que no tenía a nadie más a quien contar.

Negué rápidamente antes de responderle.

— No fue ninguna tortura. Es lo más cerca que he estado del cielo.

Nuestras miradas se encontraron antes de ser interrumpidos por el camarero que nos trajo los primeros platos de la cena. Sus ojos volvían a esquivarme quedándose todo el tiempo en su plato y tuve que hacer lo propio con el mío tan solo porque esa inocencia suya lograba que el deseo se incrementase en mí igual que doblaban y triplicaban su tamaño las llamas de un fuego si le echabas encima gasolina. 

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