— ¡Mira quién ha llegado por fin a la ciudad! —la cantarina voz de Natasha llegó a mis oídos justo en el momento que estaba a punto de cruzar la puerta de mi suite en el hotel.
Su despampanante figura caminaba sobre uno de sus pares más queridos de zapatos, tan complicados de mantener en pie como toda ella. Natasha era del tipo de mujeres que uno tiene que conocer cuando llega a una ciudad nueva si quiere ser alguien, sin embargo, no era nada más que una amistad de muchos años la que nos unía. Ambos teníamos trapos sucios que evitar que viesen la luz y era bastante más sencillo si los dos de común acuerdo manteníamos nuestras respectivas bocas cerradas.
Me dio dos besos, de esos que tan solo se rozan pómulo con pómulo y después me regaló una de sus más brillantes sonrisas.
— Estás impresionante. ¿Dispuesta a comerte la ciudad también hoy?
— Ya sabes que sí, Wolfgang. Además, tengo poco tiempo para alimentar todo tu ego, aunque sabes que lo adoro; pero uno de mis pipiolos me está esperando, hoy tiene su primera exposición y sé que tendrá éxito. No obstante, ya sabes cómo son los primerizos, se vuelven gallinas sin cabeza cuando pierden su virginidad en este tipo de cosas. Eso sí, me gustaría tomar alguna copa contigo —dijo apoyando su mano de uñas larguísimas sobre mi brazo—, pásate por ahí, ¿si? Esta noche a las ocho. Te estaré esperando con tu bebida favorita.
— ¿Sangre de Lucifer? No sabía que la vendían por aquí.
Gracias a mi broma la risa aguda de Natasha se hizo eco por todo el pasillo mientras iba a ese paso que me parecía imposible de mantener hasta el ascensor.
Me permití mantener la sonrisa hasta que hube entrado en el interior de la suite. Estaba tan acostumbrado a ese tipo de lujos que ni tan siquiera me percaté si era o no era bonita. Carl había salido después de dejar mi maleta en la zona más cercana a mi cama. Sabía que, evidentemente, vendría más tarde. Uno de sus trabajos también consistía en colocar mi ropa en los armarios, no porque yo no supiese hacerlo, sino porque para mí era mucho más cómodo. Cuando uno tiene dinero se suele usar la ley escrita para los poderosos: que lo haga otro, cuando son tareas tan simples que cualquiera puede hacerlas, o las típicas que resultan insoportables como deshacer las maletas, limpiar el hogar, etc. Cuando uno vivía rodeado de dinero se acostumbraba a muchas comodidades que solían hacernos bastante vagos.
Me quité los zapatos y pensé en la posibilidad de ir o no a esa exposición. Sabía que si Natasha estaba en este hotel o lo visitaba a menudo, suponía que podría encontrármela cada día para que me terminase recordando lo malo que había sido por no ir a compartir una copa con ella. No tenía ganas de empezar mi andadura en Nueva Orleans con mal pie, por eso, preferí aceptar a regañadientes y en silencio su invitación. Siempre podía haberme invitado a algo peor y el arte era una de mis mayores pasiones.
Antes de presentarme por allí, tenía unas cuantas horas para poder buscar a las personas con las que más me interesaría relacionarme en la ciudad y ver todo lo que tendría que hacer el resto de días para que mi hermano no estuviese molestándome a todas horas. Lo primero sería despedir a todos los que había contratado él, lo segundo tener que realizar múltiples entrevistas tediosas que pensaba hacer algo más divertidas de la forma que se me ocurriese en el momento. No era de planificar nada eso, en cambio, otro tipo de actividades que me proporcionaban mayor placer podía pasarme horas y horas elaborando estrategias para llevar a buen término mis propósitos.
Me senté en uno de los sillones sabiendo que tenía las horas contadas para terminar recibiendo alguna llamada. Sin embargo, ahora era yo quien no quería, para nada, tener que contestar a nadie. Deseaba un mínimo de paz pues de nuevo los recuerdos me habían asaltado dolorosamente. Siempre que pensaba en el arte, la cabellera rubia que me seguía atormentando aparecía frente a mí, casi como una maldición. Su risa penetraba cada milímetro de mi alma hasta desquebrajarla por completo logrando que una vez más tuviese que volver a pegar pieza tras pieza en una tarea que en cada ocasión se hacía más complicada.
Tragué en seco y miré hacia la ventana donde una preciosa estampa de la ciudad no era exclusiva para mis ojos, pero quise pensar que sí, que en ese momento era el único con la posibilidad de ver esa escena. La mente tenía esa capacidad de hacernos creer especiales si sabíamos cómo potenciarla y yo había aprendido a base de no tener estímulos de esa clase dentro de mi familia.
Me puse manos a la obra. Realicé las llamadas que creía necesarias y después fui a meterme en el baño para de esa manera estar fresco, llegar a la exposición, tomarme la copa con Natasha e irme de allí para descansar con tranquilidad en una de las distintas camas que tenía esa suite. Estaba agotado del viaje, agotado por los recuerdos, pero no tenía posibilidad de escaquearme. El dinero muchas veces conllevaba muchas responsabilidades que no me habían gustado ni lo más mínimo. Una de ellas siempre había sido tener que ser la cara visible de la familia en eventos a los que nadie en su sano juicio tendría ganas de acudir, pero no podía solo recordar malas de esas ocasiones, porque gracias a uno de mis papeles como hijo de Maicron había podido conocer a esa cabellera rubia, había podido escuchar por primera vez esa risa y observar sus mejillas sonrojarse cuando nuestros ojos se habían encontrado.
Quité todo aquello de mi mente tan pronto como empezaba a ser doloroso y tras una ducha de agua caliente que me había dejado completamente nuevo, me vestí antes de escuchar la puerta. Sabía quien era sin necesidad de abrir, pero lo hice.
— ¿Nos vamos ya, señor? —preguntó un siempre puntual Carl al que asentí y seguí hasta el garaje del hotel.
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Secretos
RomanceWolfgang Maicron pertenece a la élite de la sociedad. Un hombre acomodado que ha tenido todo lo que ha querido, jamás lo ha visto suficiente. La oveja negra de una familia que vive con la cabeza alta por su gran legado, ha llegado a Nueva Orleans pa...