El momento de la subasta de arte era uno de esos instantes en los que siempre lograba subirme la adrenalina. El último trabajo que me había pedido Terrence aún no lo había empezado, pero había logrado que llegase a tiempo una de las obras que había logrado acabar antes de que me dijesen que tenía que mudarme, que tenía que venir a vivir a Nueva Orleans. No era lo único que había mandado traer, también había una estatua que tenía que mantener en el anonimato como aquel otro lienzo que brillaba como uno de los últimos cuadros de Van Gogh de colecciones privadas. Me hacía gracia comprobar cómo todos los buitres del arte lo habían estado observando como entendidos sin encontrar ninguna de las diferencias. Sí, tenía el suficiente ojo para saber dónde había diferencias con el original y pero como prácticamente había utilizado todas las técnicas que sabía para darle la datación exacta a ojos de inexpertos que se las daban de expertos y a aquellos que no tenían una máquina de datación con el carbono catorce. Además, había tenido acceso a todos los estudios sobre el cuadro y cómo ellos habían demostrado que en otras capas, anteriores al cuadro que había quedado finalmente para la posteridad, existían otros bocetos. Era normal en artistas que tenían que reciclar sus propios lienzos en épocas en las que el dinero no les alcanzaba para hacerse con materiales tan caros.
La recepción de uno de los edificios más pomposos de la ciudad, estaba adornada con la elegancia de siglos anteriores. Una exquisita araña parecía caer del cielo acaparando la dirección de todas las miradas, hasta que encontrasen otro nuevo objetivo al que admirar. El cristal, además de ser uno de los materiales más agradecidos, también era uno de los más baratos para trabajar y pocos podían comprender que detrás de aquellas formas debía haber manos de un verdadero maestro, uno de esos que siempre pasaban desapercibidos fuera de su gremio.
Había música de fondo. Desconocía quiénes eran las dos voces. Una de hombre y otra de mujer que gritaban por amor, hasta haber encontrado a alguien importante, a la persona idónea. Era igual que todos esos cuentos de hadas contados desde la infancia. ¿No éramos nosotros las generaciones que se habían criado viendo esas películas de dibujos que juraban amor eterno a una única persona el resto de la vida? Precisamente, esas mismas generaciones que se habían llevado el peor de los chascos cuando lo que creíamos que fuese un amor para siempre había terminado explotando delante de nuestras narices.
Llevaba un esmoquin distinto a aquel que había usado en la exposición de la galería. Rara vez usaba los mismos atuendos para un mismo evento y aunque no lo pareciese, aunque creyésemos que nadie tenía esas cosas en cuenta en los hombros, los expertos en moda sabían por el corte a quién pertenecía cada modelo y por mínimas que fuesen las diferencias era igual que un soplo de aire nuevo para muchos de los ojos acostumbrados a mirar milímetro a milímetro de la tela ajena.
En esta ocasión la chaqueta era algo más cruzada y tenía tres botones. No es que me gustase demasiado ese traje, pero yo mismo había podido ver el corte distinto con el resto de mi ropa formal a la legua.
— ¿Nombre? —me preguntó el hombre mayor que estaba en la puerta con las gafas a la altura de la punta de su nariz.
— Wolfgang Maicron.
Sus ojos me observaron durante medio segundo antes de entregarme la paleta que habían asignado a mi nombre y regalarme una mínima sonrisa. La parte buena de tener una fama previa es que no había que mostrar documento de identidad alguno; sin embargo, también había un derroche de seguridad tan propio de mí que no era fácil de imitar para aquellos que se quisiesen hacer pasar por mí.
Una vez en la sala donde se haría la subasta, observé cómo varias decenas de sillas estaban colocadas casi milimétricamente en filas, para facilitar el paso y seguramente la colocación, habían dejado un pasillo que dividía a los asientos en dos grupos mucho más diferenciados que entre ellas. Pese a todo, era evidente que habría problemas con los vestidos de las señoras cuando tuviesen que pasar de un lado al otro, por lo que creí conveniente dejar que los asientos exteriores, de mejor acceso, fuesen para ellas y permitirme la licencia de estar en medio de uno de los dos grupos de sillas inmaculadamente limpias a las que ni el polvo habían dejado acumularse con el paso de las horas.
Poco a poco todos los asistentes fueron sentándose y cuando lo hicieron, acabaron por callar solamente en el momento que la subasta empezó. En el folleto de ésta misma se exponía el caramelo que habían dejado allí de cara a los demás, ese Van Gogh al que debían haber dado cambiazo. De hecho, si todo había salido lo suficientemente bien dejaría de estar en las manos de las personas de mi poder en unos cuantos minutos. El mercado negro con estas "gominolas" tan especiales poseía una gran facilidad para compra y venta terminando por perderse en algún lugar. A mí me pagaban por el trabajo y lo hacía, si además iba acompañado de un plus por haber conseguido una buena venta del original eran unos cuantos billetes más que malgastar y llevar a algún paraíso fiscal porque si no estaban en lugar seguro, lo más probable es que toda la policía se preguntase de dónde habían salido. No siempre podía usar la empresa de mi padre para seguir blanqueando dinero y, con mi hermanito al mando ahora, tenía que tener aún más cuidado. Al fin y al cabo mi padre me había dado por imposible, pero mi hermano, a pesar de hacerlo, me vigilaba como un halcón a su próxima víctima.
El asiento que estaba a mi derecha había quedado libre. Era algo poco común. Solían llenarse todos los lugares en eventos tan exclusivos, pero no tardó demasiado tiempo en salir el falso Van Gogh así que perdí por completo el interés en el resto de la sala. La puja iba a empezar.
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Secretos
RomanceWolfgang Maicron pertenece a la élite de la sociedad. Un hombre acomodado que ha tenido todo lo que ha querido, jamás lo ha visto suficiente. La oveja negra de una familia que vive con la cabeza alta por su gran legado, ha llegado a Nueva Orleans pa...