Desde luego no era la primera vez que había oído hablar de la sargento Strauss. Durante mis viajes al extranjero, Estados Unidos había sido un destino recurrente. Había tenido la mala suerte de caer en el territorio de esa mujer que tenía la extraña habilidad de estar por todas partes. Sin embargo, el motivo por el que siempre me perseguía cuando ponía un pie en su país era bastante simple. Se había tomado como parte de su venganza personal mandarme a la cárcel hasta el momento en que me terminase muriendo entre rejas por ser demasiado mayor. Sabía que una vida en la cárcel después de ser millonario no sería sencillo, nada parecido a unas vacaciones en un hotel más barato o no tener todas las comodidades, sino que podía pasar sin problema al extremo opuesto de todo lo que había podido estar en mi poder con solo chasquear los dedos.
Aún la recordaba. Pelirroja, siempre con una coleta, nada de maquillaje y con más fuerza de lo que uno podría esperar por su complexión liviana. Mi espalda podía dar buena fé de ello cuando me había hecho girar por los aires y dar mi espalda contra el suelo de hormigón de aquella nave industrial donde, pese a todo, no había podido ponerme las manos encima porque había sido el testigo clave en el caso que ella me acusaba como culpable.
— ¿Hace cuánto que lo sabes?
— Un par de horas más o menos.
— ¿Y no sabes que...?
— ¿... tienes teléfono móvil? ¡No me digas, bella durmiente! ¿Has escuchado algo de cómo te he localizado? El problema está en que lo tienes prácticamente sin batería de todo lo que ha estado sonando y como no me cogías el teléfono, he venido aquí para contarte la noticia en persona y no perderme esa cara de pasmado que se te ha puesto —dio un nuevo mordisco al bizcocho antes de quedarse pensativo—. Según vi la última vez que se iluminaba la pantalla te han llamado: tu hermano, uno de tus empleados, tu hermano otra vez, el lameculos de su segundo, tienes como veinte llamadas mías y también algún que otro mensaje de... Laila —pronunció su nombre con retintín, pero en cuanto hube escuchado su nombre salté del taburete dispuesto a cargar ese teléfono antes de que se quedase sin batería para ver si me necesitaba para algo importante.
La pila estaba casi dando su último aliento cuando logré conectarla al cargador. Terrence había venido detrás de mí y observaba la pantalla con curiosidad para ver qué miraría primero, aunque no había que ser demasiado inteligente. Ni tan siquiera me molesté en decirle que no mirase, porque sabía que terminaría metiéndose dentro de mi teléfono antes o después para averiguar qué me había dicho. ¿Intimidad con Terrence? Ninguna.
Eran tan solo unos mensajes de buenos días y me preguntaba qué tal estaba. Sin embargo, a pesar de lo que hizo Terrence quien dejó de observar el teléfono, para mí, aquellos dos mensajes habían logrado dar la vuelta al ritmo del día.
— Nunca entenderé porqué esa mujer siempre logra que se te ponga esa cara de pánfilo. Si el amor es así, prefiero no enamorarme nunca. Odiaría que el mundo me viese de esa manera —se sentó en mi cama mientras yo me limitaba a responder a Laila de la manera más cordial y agradable que sabía intentando no demostrar demasiados deseos ocultos, que los había.
Por un momento, me di una colleja mental a mí mismo por haber regresado en el tiempo a la adolescencia para comportarme de esa manera con ella. Sin embargo, mantuve esa postura del típico chico que se las sabe todas y terminé arrepintiéndome de no hacerle ver lo que me gustaba haber recibido su mensaje después de que no tenía porqué hacerlo.
— Dudo que tuvieses esa cara, Terrence. Recuerda que soy lo más parecido que has tenido a una novia y si te miras en el espejo verás que tienes siempre la misma cara.
— Es un verdadero alivio —admitió de nuevo antes de tumbarse sobre las sábanas como si estuviese en su propia casa.
Observé el resto de notificaciones del teléfono y efectivamente había tenido una memoria sorprendente, no obstante, una de ellas era un mensaje de Natasha y al ver que me invitaba a una cita para agradecerme el regalo que le había hecho además de perdonarme de la forma que me merecía. Bien, eso era evidente que significaba una única cosa: sexo. Natasha era de las típicas mujeres que todo lo agradecen de esa manera y ahora no estaba en el momento idóneo para que quisiese tener un encuentro semejante con ella.
— Creo que me vendré a vivir aquí. Sí, ya sabes. La casa es muy grande, te puedes sentir solo y también, necesitar un guardaespaldas —comentó provocándome una carcajada.
— ¿Tú mi guardaespaldas? —volví a reír sin poder evitarlo.
— Oye, que hay muchas formas de ser guardaespaldas de alguien. Por ejemplo, te salvé el culo de los rusos. ¿Sabes cuánto dinero pedían por tu cabeza? Ofrecían millones, ¡millones! Y que sepas que me hubiesen venido muy bien, pero conseguí desviar todo tipo de rastro hacia otro sujeto...
— Nada de venirte a vivir aquí.
— ¡Vamos! Estoy cansado de comer sardinas en lata, no están mal, pero hartan un poco —resopló.
— Sal a comer fuera para variar —dejé el teléfono sobre la mesilla y fue él cuando me miró de aquella manera en la que parecía que me estaba perdonando la vida.
— ¿Yo? ¿Fuera? ¿Sin mis juguetes? ¿Con quién crees que estás hablando?
Entorné los ojos antes de caminar de nuevo hasta el lugar donde aún quedaba medio desayuno.
— Está bien. Ven a comer siempre que quieras, pero si te digo que estoy ocupado tendrás que aguantarte con las sardinas enlatadas, ¿entendido? —aquel tono que había usado era básicamente como una amenaza a la que había hecho énfasis señalándole con el tenedor con restos de huevos revueltos en sus puntas—. Dime que lo has entendido.
— Sí, señor. Cuando una churri esté en casa, Terrence no aparecerá por escena —asintió conforme y terminó llevándose la taza de café humeante y sin tocar a sus labios feliz de estar como en casa.
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Secretos
RomanceWolfgang Maicron pertenece a la élite de la sociedad. Un hombre acomodado que ha tenido todo lo que ha querido, jamás lo ha visto suficiente. La oveja negra de una familia que vive con la cabeza alta por su gran legado, ha llegado a Nueva Orleans pa...