Me desperté tan solo cuando una suave mano se apoyó en mi mejilla. El dolor de cabeza por la ligera resaca y por la continua falta de sueño, también hicieron acto de presencia y como consecuencia no pude seguir durmiendo. Era demasiado para mí. Abrí un ojo, después otro y me encontré a Laila a mi lado, sentada en el hueco libre que había dejado en una de las tumbonas de la piscina intentando despertarme con la suavidad que le caracterizaba.
— ¿Qué haces aquí? —mi voz sonó rasposa, nada agradable ni acogedora.
Una parte de mí estaba sufriendo un dolor mucho más fuerte en el pecho rememorando la forma en que se me había roto el corazón tan solo unas horas atrás. Todo lo que yo había creído inocente y puro no lo era. Había maldad y el sufrimiento por ella ni tan siquiera tenía sentido a mis ojos. Ella no lo merecía. No merecía que le entregase mi dolor, que le pusiese su nombre a mis heridas. Lo único que estaba dispuesto a darle era mi odio, de la forma que fuese. Iba a transformar todo mi amor en un odio letal por lo que nos había hecho a mi hija y a mí.
— Tenemos que hablar —susurró quitando su mano de mi rostro para que no se la apartase yo de un manotazo.
— ¿Ahora quieres hablar, Laila? ¿Por qué no hablaste hace diez años cuando debiste hacerlo?
Estaba siendo demasiado duro con ella. Estaba seguro que no se merecía lo que le estaba diciendo pues Laila no hubiese hecho algo así sin motivos, pero ¡no quería ser ni mínimamente comprensivo! Ni mi orgullo herido me lo permitía ni tampoco el dolor de cabeza que no me dejaba pensar en nada coherente.
Me levanté de la tumbona. Yo mismo podía sentir ese olor del alcohol en mí. No me gustaba emborracharme y no era mi pasatiempo favorito, pero cuando ocurren ese tipo de cosas que parecen superar a uno mismo, siempre buscamos algo más de tiempo, escapar a ellas, no sentir, no padecer unas horas hasta que seamos lo suficientemente fuertes. Solamente, no nos damos cuenta que no lo íbamos a ser nunca, pero que igualmente habrá que enfrentarse a ello en algún momento.
La ligera brisa fría de la ciudad lograba despertarme un poco más. No se lo agradecía, pues no despejaba mis ideas, sino que despertaba mi cabeza que ya empezaba a trabajar a toda su capacidad, algo que no había sido bueno nunca en momentos de tensión, no cuando eran instantes con los que debía tragar y no lastimar si me estaba sintiendo herido.
— No lo entiendes, Wolf. Yo... tenía mucho miedo.
— ¿Y eso te daba derecho a negarme la posibilidad de estar todos estos años con mi hija? —pregunté sin tan siquiera mirarla, no podía.
— No. No me daba derecho. Eso no te lo voy a discutir. Obré mal en eso, pero quizá lo entiendas un poco mejor si...
— No voy a seguir leyendo los libros, Laila —fijé mi mirada en la ajena mientras apretaba la mandíbula causándome daño a mí mismo—. Si tienes algo que decirme tendrás que hacerlo frente a frente. No pienso concederte el privilegio que unas páginas hagan ese trabajo sucio por ti. ¿No te ha parecido bastante humillante que me enterase de la existencia de mi hija por un puto libro?
Entreabrió los labios. No pronunció palabra alguna. Se quedó ahí, aún sentada en la butaca, observándome igual que si fuese un completo desconocido y creía que eso era algo que teníamos en común. La otra persona, aquella que teníamos delante, no tenía nada que ver con el amor de nuestros recuerdos. Todo se había ido a la basura en un simple parpadeo. Y por más que me doliese no estaba permitiéndole a mi cuerpo saber más del resto de los sentimientos que aún estaban dando vueltas por todo mi ser. Me permitía cegarme por la ira y sabía que acabaría arrepintiéndome. Sin embargo, ¡quería y necesitaba ser irracional!
— ¿Mamá?
Mi corazón dio un vuelco al escuchar esa voz tan dulce. Mis ojos buscaron a la productora de tal pregunta, a quien había pronunciado semejantes palabras. Allí, apoyada en la puerta de cristal que daba acceso a la piscina estaba una niña pequeña, con la piel tan pálida como su madre, con los ojos de mi familia y el pelo largo de Laila recogido en unas adorables coletas.
— Ven aquí, cariño —dijo su madre mientras me sentía al borde de la peor de las pesadillas.
Estaba medio borracho, no estaba decente y ¿quería que conociese a mi hija en esas condiciones? Podía notar cómo todo mi torrente sanguíneo ardía, se había acelerado de manera considerable, pero estaba prácticamente petrificado. Los únicos niños con los que había tenido algo de relación habían sido los hijos de mi hermano que los había terminado mandando a un internado en cuanto se habían puesto de pie por primera vez.
La pequeña tenía un conjunto adorable, en tonos pastel. Su falda parecía un tutú con pequeñas estrellas plateadas en el tul y para que no cogiese frío tenía unas medias tupidas puestas que seguramente se llamarían de otra forma, pero en eso estaba bastante perdido en lo que se refería al léxico de las prendas femeninas. Tenía unas botas de esas que no pasarían desapercibidas fuese donde fuese y con sus dulces facciones aún mirándome, se sentó en el regazo de su madre cuando llegó a su altura.
— ¿Quién es este señor?
Esas palabras me dolieron mucho más de lo que hubiese podido planear. Sin embargo, mi hija no tenía porqué saber quién era yo, ¿no? Además, era muy pequeña si se suponía que tenía casi diez años. A ratos me parecía un vivo retrato de ella. Otros le buscaba rasgos de mi propia familia.
— ¿Recuerdas que te dije que tenía que presentarte a alguien?
Ella asintió antes de observar a su madre casi con el embeleso que cualquier niño del mundo lo haría.
— Él es Wolfgang Maicron. Es el papá de Lorraine —susurró.
Un momento, ¿Laila tenía dos hijas? ¿Aquella no era Lorraine? Si hoy no sufría un infarto no sabía cuándo podría sufrirlo entonces.
— Por eso te dije que hay mucho que hablar, Wolf... —musitó Laila antes de que terminase sentándome en el suelo de aquella terraza al borde del colapso.
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Secretos
RomanceWolfgang Maicron pertenece a la élite de la sociedad. Un hombre acomodado que ha tenido todo lo que ha querido, jamás lo ha visto suficiente. La oveja negra de una familia que vive con la cabeza alta por su gran legado, ha llegado a Nueva Orleans pa...