Capítulo 10

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Cuando abrí los ojos me encontré justo sobre mi propia cabeza otra que pese a sonarme familiar no pude evitar asustarme hasta el punto de pegar un puñetazo al mirón por puro instinto. No podía reprocharme nada, ni tampoco yo podía decirle que no hiciese ese tipo de cosas, desde que le conocía había sido tan molesto como un grano en el culo, molesto, pero necesario.

— ¡Wolfgang! ¡Joder!

Vi cómo se frotaba la nariz con dolor además de intentar comprobar si le había provocado un sangrado involuntario. Aunque, en el fondo no sabía si era tan involuntario, en fin, uno golpea para algo, ¿no?

— ¿Cuántas veces te he dicho que no hagas eso Terrence? —resoplé frustrado más que enfadado porque no había forma de que él se metiese en esa cabeza informática que todo aquello era muy poco normal.

— Tu señorito para todo me ha abierto la puerta, no pensé que siguieses dormido a estas horas. Además, estabas pronunciando algo e intentaba en lo posible averiguar qué era. Siempre tuve fascinación por leer los labios de la gente al hablar —comentó como si tal cosa antes de ponerse a mirar a nuestro alrededor aunque tuviese la nariz roja y algo inflamada.

¿Cuántos golpes le habría dado en mi vida? No tenía ni idea. Si podía contar más fácilmente las veces que le había partido el tabique y que él siempre había sabido ganarse una gran recompensa a su favor.

Terrence, con su metro y medio, su habitual vestimenta de años pasados a la década actual y sus gafas más grandes casi que su propio rostro, volvía a estar en mi hogar, lo cuál solamente podía significar una cosa: había algo suculento que podría llamar mi atención.

Conocía al cerebro de oro desde que él era un niño de siete años. Recordaba que le había visto en el patio del colegio completamente solo con una especie de aparato extraño, de su invención, con el que estaba intentando encontrar objetos valiosos, pero no las típicas chapas de botella que habíamos encontrado todos de pequeños jugando a buscar el tesoro, él tenía muy claro lo que buscaba, algo que me costó mucho tiempo sonsacarle, porque los secretos eran parte de su vida desde que había tenido uso de su propia consciencia.

Cuando me metí en el mundo ajeno a la ley, pensé en él porque las tecnologías parecían no tener ningún tipo de misterio para él. Sin embargo, cuando me di cuenta, él se había apuntado sin que básicamente le hubiese dicho esta boca es mía.

— Menuda casa tienes... Si vieses mi piso se te caería el mundo a los pies —soltó una risa que en el fondo escondía más amargura de lo que mostraba—. Es un almacén viejo, pero me gusta eso de no tener demasiadas paredes, así tengo más sitio para mis juguetes.

Así llamaba siempre a sus ordenadores y todo aquello que empezaban a tener nombres que me resultaban impronunciables.

— ¿Cómo...?

— ¿... sé dónde estás? ¡Fácil! Llevamos tantos años juntos y no has aprendido absolutamente nada de mí. Solamente tuve que rastrear tu teléfono móvil. Siempre mantienes el mismo por si esa rubia vuelve a llamarte. Es el mismo número en todos los posibles países a los que vas —chasqueó la lengua antes de girarse hacia mí—. No me llevó mucho tiempo. Ya sabes, sitios lujosos dignos de tu perfumado trasero y... voilá! Aquí estamos.

Pasé una de mis manos por mi rostro antes de levantarme de la cama. Me puse una camiseta de manga corta dispuesto a intentar tener una conversación razonable con él, pero como siempre, Terrence tenía otro tipo de planes y las conversaciones triviales sobraban por completo entre nosotros.

— Es mona. No la había visto nada más que en esas fotos de anuario, pero sigue siendo mona. Aunque creo que es más de tu estilo Natasha. Ya sabes, tienes toda esa pinta de playboy de cómic que saldría con modelos. Pero bueno, yo no sé cómo van esas cosas, al fin y al cabo eres lo más parecido a una novia que he tenido —sonrió casi mostrando un gesto angelical en sus poco favorecedores rasgos.

Al escuchar esa última frase hice una mueca de disgusto. Le miré con una de mis cejas enarcadas y negando me dispuse a ir hasta la cocina donde ya olía a un perfecto desayuno que había tenido que prepararme Carl si es que no lo había hecho el chef particular al que le pagaba un dineral desde el día anterior. ¿Cómo se llamaba? ¿Jean Paul? Como fuese, ya podía estar buena su comida, porque su sueldo era lo suficientemente alto para sentir un festival de placer en cada bocado.

— ¿Qué haces aquí, Terrence? —pregunté antes de observar la taza de café humeante y un suculento desayuno.

— Venía a traerte noticias —había sido tan rápido que me había adelantado antes de hacerse con parte de mi desayuno, aquello que tanto le gustaba y le había gustado siempre, el chocolate fundido sobre un trozo de bizcocho considerable. Estando él por allí me había acostumbrado a que el postre nunca fuese para mí—. Esta mañana estaba patrullando con la señora policía y fíjate por donde informaron de algo que me hizo mucha gracia.

Puse la servilleta sobre mis piernas después de sentarme en una de las butacas de la barra americana de la cocina. Cogí el tenedor y sin pronunciar absolutamente palabra alguna, le pedí con un gesto que continuase.

— Está bien, tomaré eso como un: ¡Oh, Terrence! Continúa, por favor, estoy tan intrigado que a duras penas si puedo digerir medio bocado más de mi carísimo desayuno sin que me des esa noticia que te ha hecho recorrer media ciudad para venir en pleno día a verme —su ironía y la manera de hablar por los codos siempre me causaba gracia además de provocarme deseos de rodar los ojos en busca de hacerle entender que estaba volviendo a rozar el plano de lo insoportable—. La sargento Strauss está en la ciudad y... ¡vendrá a hacerte una visita! 

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