Se podía distinguir fácilmente entre el resto de lápidas. El blanco inmaculado con aquellas letras plateadas y una pequeña figura que más parecía un hada que otra cosa la hacían una de las lápidas más bonitas de todo el cementerio. Su tamaño no era demasiado grande y era evidente porqué, a duras penas si ella llenaría todo aquello. Su cuerpo estaría enterrado en tan mínimo espacio que tanta ornamentación era importante para evitar perderla en medio de tantas tumbas.
Había ido al cementerio por pura necesidad mental. Allí su madre siempre dejaba un montón de flores y todavía no había recibido nunca de ellas por mi parte. No habíamos tenido posibilidad de encontrarnos, de conocernos, de querernos, aunque sabía que solamente por saber de la existencia del otro, ambos nos habíamos querido desde el primer momento.
Me puse de cuclillas y limpié con un trapo algo de polvo que había sobre las letras. Lorraine M. Sigurdvsson. Esa M escondía mi apellido del resto del mundo y le agradecía a Laila que no hubiese vivido sin tener al menos una parte de mí aunque fuese tan solo el hombre que tanto odiaba procedente de su abuelo.
Suspiré profundamente antes de asentir demostrando a todos los presentes que podían llenar aquel lugar de flores. Laila había escrito que las margaritas eran las flores favoritas de la niña y le había llenado su pequeño lugar de ellas igual que como deberían haber hecho desde el principio. Era una pequeña ninfa que se había ido demasiado pronto del mundo.
Podía sentir la presión en mi garganta y la forma en la que todo mi cuerpo quería dejar escapar las emociones de una forma extraordinariamente desproporcionada. ¿Por qué no se podía gritar? ¿Por qué estábamos condenados los hombres a no derramar las lágrimas que se agolpaban de manera dolorosa pidiendo ser liberadas?
Levanté la mirada justo en el momento que unos zapatos de tacón habían entrado en mi campo de visión. Allí estaba Laila, contemplando lo que había hecho, lo que había comprado para Lorraine y cómo ahora parecía casi una tumba de una reina de algún mundo imaginario. Sí, ese mismo mundo que Laila había descrito en las páginas que su hija le había contado, lleno de unicornios y animales fantásticos de las historias que siempre le habían hecho soñar tras escapar de la mente de la rubia.
Laila tenía entre sus manos un peluche, un dragón gordito en tonos rosas y azules. Lo había apretado a su abdomen mientras su labio inferior temblaba casi como si fuese una sorpresa de verdad. ¿Por qué se sorprendía tanto de que pese a todo las circunstancias me hubiesen hecho adorar a aquella pequeña a la que no iba a conocer nunca? Era mi hija. Lorraine siempre había sido mi hija.
Sus pasos volvieron a reanudarse en el momento que todos los operarios de la floristería se habían ido. Les había pagado el trabajo antes, así que no había nada que les hiciese estar allí tras cumplir su labor.
— Has venido... —susurró dejando la frase sin terminar en el aire.
Ni tan siquiera me planteé que podía querer decir después de ese "has venido", pero la sorpresa me dolió. Si pensaba que no tenía corazón, se equivocaba. No era la única que había sufrido ni sufriría todo este tiempo porque, a pesar de todo esto, aunque había descubierto esta desgarradora verdad que me había ocultado, aún si la veía medio rota, en mitad de cualquier parte quería tomarla entre mis brazos y protegerla de todo ser viviente en la Tierra. ¿Eso lo haría un hombre sin corazón y sin ningún tipo de sentimientos?
Me mantuve quieto, en mi lugar y asentí simplemente a sus palabras antes de bajar la mirada pues ahora estaba roto de tantas formas que a duras penas si era capaz de sostenerme. Solo las enseñanzas de mi padre haciéndome creer inferior a los demás y cómo debía mostrarles que eso no era así, me alzaban por el puro orgullo de golpearle en sus propias narices, estuviese donde estuviese, para que fuese consciente de que jamás sería ese blandengue que él me había gritado en tantas ocasiones que era.
No sabía que debía o no cruzar palabra alguna con ella. No había leído toda la historia, aún me quedaba mucho de sus días, de esos años en los que se había podido quedar embarazada de su hija Caroline o de lo que fuese. No había aceptado mucha más información en todo ese dolor. Estaba algo saturado e intentando digerir distintos sentimientos aún tan intensos que suponía que en algún momento serían más sencillos de llevar.
— No te vayas —susurró como si leyese mis intenciones provocando que mi mirada volviese a encontrarse con la suya.
La súplica era real. Sentía su dolor como propio y me maldecía por ser tan débil delante de ella. ¿Cómo podía hacerle entender que no era justo que siempre fuese aquella que debía ser salvada por mis brazos aunque no lo pidiese nunca? Era una necesidad mía que sería injusto echarle en cara pues jamás salía de su boca ninguna orden, solamente súplicas para que permaneciese en el mismo lugar que ella, no que comenzase a reconstruir sus pedazos recogiéndolos uno a uno por todas las partes donde se habían ido cayendo. No entendía que ella siguiese de pie cuando yo me dejaría arrastrar con deseo por el mismo viento para que me llevase donde creyese mejor.
Tragué con dificultad y me acerqué a ella antes de secar una de las lágrimas que habían empezado a deslizarse por su mejilla. Asentí dándole a entender sin pronunciar palabra que no me iría y después la envolví en mis brazos dejando que el dolor de la pérdida de nuestra pequeña fuese lo que nos uniese por un momento, el necesario para morir lentamente juntos, en un tormento angustioso, desagradable, igual que el mismo infierno, pero que a su lado parecía más llevadero, solamente por ser comprendido en mi angustia, la misma que arrastraba su alma hasta el pozo de desesperación más profundo.
— No me iré —susurré contra su cabello y deseé con todas mis fuerzas que ese peluche fuese Lorraine para poder recibir por primera vez un abrazo de sus dos padres a la vez.
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Secretos
RomanceWolfgang Maicron pertenece a la élite de la sociedad. Un hombre acomodado que ha tenido todo lo que ha querido, jamás lo ha visto suficiente. La oveja negra de una familia que vive con la cabeza alta por su gran legado, ha llegado a Nueva Orleans pa...