Había pasado una semana desde que Laila había estado allí. A duras penas si había tocado los libros porque empezaba a ponerme visiblemente enfermo. Por eso, había optado por centrar todos mis esfuerzos en el cuadro que tenía que imitar y que me llevaría a uno de los encargos más peligrosos porque debería hacer todo delante de Strauss.
Esa misma mujer había pasado en varias ocasiones por mi oficina. No había hecho nada más que pedir cita y le había concedido cinco minutos en mi despacho. Tampoco es que tuviese nada más que decirme ni orden alguna que le permitiese registrar nada en mi oficina ni en mi hogar. En la oficina no iba a encontrar absolutamente nada, en mi hogar... bueno, eso era ya otro cantar.
El olor a pintura se había hecho parte de mi rutina y en cierta forma llegaba a relajarme. Me resultaba más seguro y menos peligroso estar haciendo una imitación de un autor famoso antes de seguir escudriñando en un pasado que estaba preparado, con todas las armas de las que contaba, para terminar perforando cada milímetro de mi pecho asegurándose de que mi corazón no tuviese escapatoria posible.
La obra estaba quedando prácticamente igual. El avance era considerable desde el momento en que había empezado a pintar tan solo unos días atrás. Puede que dedicarle absolutamente todo mi tiempo libre a aquel lienzo hubiese propiciado que el avance fuese significativo. De todos modos, mi mente a duras penas si había podido estar concentrada solamente en las pinceladas de la obra. Había hecho mis mayores esfuerzos, pero de vez en cuando parecían llamarme aquellas obras literarias. Además, suplicaban que las leyese con aquella voz angelical de Laila. Tenía que negarme a cumplir esa súplica lo cual era el doble o el triple de trabajo para mi cerebro.
Cada día me despertaba cansado y volvía a acostarme de la misma manera. Mi vida no tenía mucho más cambio que ese horario estricto. No había contratiempos, pero sabía que no era nada más que la calma antes de la tempestad.
Terrence usaba tanta electricidad que casi podía parecer que teníamos una discoteca en el piso o que estaba dando parte de los vatios contratados a algún estadio de fútbol. Pero tampoco es que fuese tantísima, en realidad, yo mismo empezaba a exagerar tantas cosas que estaba seguro que mi mente buscaba relajarse o sacar toda la excesiva actividad que no estaba usando.
Pude mantener ese ritmo durante toda una semana, sin embargo, una noche, la noche en que se iban a cumplir ocho días sin que me hubiese puesto en contacto con ella teniendo que acatar las normas de mi hermano como si fuesen la misma Biblia, el insomnio me cogió desprevenido. En cualquier otro momento hubiese usado todo ese tiempo para algo tan simple como pintar, aprovechar las horas, pero no quería levantarme de la cama. El día estaba increíblemente turbio, podía sentir el frío igual que si la ventana estuviese abierta y estuviese en medio de la estepa siberiana.
Acurrucado bajo las sábanas, me di media vuelta y observé los libros que seguían esperando pacientemente. No había luz, no era necesario, esos libros hacían una forma muy particular de torre, por lo que era fácil distinguirlos sobre la mesilla. Puede que mi cabeza lo supiese antes que yo mismo, que terminaría cediendo a leerlos; esa era la razón por la que no habían desaparecido de encima de la mesilla. Podía haberlos tirado, hacer un fuego con ellos y negarme a leerlos, pero sabía que escrito podría ser mucho más sencillo terminar descubriendo toda la historia que sus labios no podrían contarme porque acabaría tan furioso con las dos primeras palabras, que me cerraría en banda a escucharla. Ahí, en cambio, la tentación siempre la tenía en ese formato que tan bien se le daba a ella. Su dulzura, la manera de expresar las emociones de cada personaje enganchaba hasta que tenía en vilo al lector.
Encendí la luz. Vi el libro que había dejado medio abierto, el tercer tomo y sabía que el maltrato a esa obra ya no tenía remedio. No obstante, volví a tenerlo entre mis dedos acercándolo a mi rostro para poder leer todo lo que significaría mi destrucción y la esperanza de que aquella mujer no hubiese dejado de amarme en ningún momento.
Página tras página podía leer las facciones de la pequeña, la forma en que crecía y cómo le recordaba a su padre. La manera en la que pensaba en acercarse, en confesar la verdad, cómo se sentía de culpable por estar viviendo todas esas cosas solamente ella. No importaba que estuviese grabando todo, daba igual cuantas fotografías hiciese a su hija, sabía que le estaba negando a ese padre que no pudiese disfrutar de todo aquello que le correspondía. Sin embargo, la historia empezaba a volverse realmente turbia. Había nuevos personajes, su hermano tomaba parte muy importante de todo aquello y, un día, en que Laila se había puesto enferma había decidido quedarse con la hija de su hermano por lo pequeña que era, pero Lorraine había suplicado a sus tíos que la llevasen al parque de atracciones.
La carretera a oscuras, las risas de ambos, la travesura de poner sus manitas delante de los ojos de su tío y...
— Está muerta —susurré sintiendo cómo a duras penas la voz podía escapar de mis labios.
Lorraine, mi hija, la que acababa de descubrir, había muerto con tan solo tres, cuatro años. Un accidente de tráfico que había logrado matar a todos, a Lorraine, al hermano y a la novia que era su prometida y con la que estaba a punto de casarse para formalizar una relación que siempre habían soñado.
¿Todo eso ocurría en el tercer tomo? ¿Cómo podía terminar una historia así? ¿Cómo Laila había podido con todo eso? En una sola noche había perdido a tres de las cuatro personas más importantes de su vida, por un juego, por el juego de una niña inocente que siempre se divertía con la reacción demasiado exagerada de su tío cuando le hacía eso. Sin embargo, en ese momento, el coche no se quedó en la carretera, no le dio tiempo a realizar un volantazo evitando al camión del otro carril y el final se había escrito para los tres.
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Secretos
RomanceWolfgang Maicron pertenece a la élite de la sociedad. Un hombre acomodado que ha tenido todo lo que ha querido, jamás lo ha visto suficiente. La oveja negra de una familia que vive con la cabeza alta por su gran legado, ha llegado a Nueva Orleans pa...