Capítulo 25

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¿Cómo debe aceptar uno la pérdida de un hijo? Ese tipo de cosas no te las enseña la vida, no te preparan los maestros ni los padres para que se sobreviva a un hijo y aceptar de esa forma que nada se podrá hacer para devolverle a la vida. Esa misma me había dado y quitado a una hija en tan solo unos días, pero Laila había estado con ella nueve meses durante una relación imposible para cualquier padre y finalmente, casi cuatro años adorando a una niña, una dulce niña que si se hubiese parecido mínimamente a Caroline, estaba convencido de que me hubiese conquistado en cuestión de segundos.

No sabía cómo sentirme. La sola idea de que te arrebatasen algo preciado que ni siquiera sabías que era preciado, resultaba muy dolorosa. Dejé el libro a un lado antes de pensar si quería o no saber algo más. Podía sentir todo mi ser caminando por un cable que era lo único que me separaba de una caída a un pozo sin fondo. Había emociones que uno jamás debería llegar a sentir y ésta era una de esas.

Me pregunté cómo sería Lorraine y cómo podría conocer más de ella. La única que tenía ese tipo de respuestas era Laila y no podía volver a ponerme en contacto con ella hasta que no terminase todos aquellos libros que estaba convencido que estaban escritos por el diablo puesto que ahora mismo quería llorar como no había querido desde niño, lo único que me separaba de ello era la voz de mi padre, en mi cabeza, recordándome que llorar no era cosa de hombres y que él no había criado a ningún blandengue. Como si él hubiese sido el que me hubiese criado. Pese a todo, había cosas que no se podían evitar que siguiesen siendo igual que meter el dedo en la yaga aunque hubiesen ocurrido muchos años atrás. No era de ese tipo de personas que negaba lo que mi pasado había supuesto para que terminase siendo quien era.

La siguiente escena que leí fue aun más desgarradora. En el mismo entierro de los tres, Laila cargaba a la hija de su hermano que dormía igual que si no pasase nada. Se sentía a gusto en los brazos de su tía y también era cierto que la pequeña pasaba más tiempo con ella que con su propia madre, algo que no podría compensar ya.

La descripción de la manera en que habían sido enterrados provocaba que en mi pecho se terminase abriendo un hueco semejante al que ella debía haber sentido y eso que no había conocido a dos de los tres fallecidos y también que el único que había tenido la desgracia de encontrarme no es que fuese una de mis personas favoritas en el planeta. Sin embargo, hay algo en la muerte, casi como si uno se viese obligado a perdonar las maldades, algo que no me pasaba con mi padre ni me pasaría nunca, estaba convencido.

En esa misma escena, allí donde tanto me había necesitado, Laila había imaginado mi figura, al otro lado, observándola de lejos, entre los árboles del cementerio y llorando la muerte de nuestra hija tal y como ella debía hacer en silencio. Ahora que había ocurrido todo, no sabía si tendría el valor de decirme que había sido padre y además había perdido a la misma niña que había querido conocer a su padre casi desde el primer momento. Por eso había escrito los libros infantiles...

¿Los cuentos infantiles? ¿Había comprado esos cuentos? Me sentía igual que en la búsqueda del tesoro teniendo que ir cada vez detrás de una pista distinta para poder comprender todo el rompecabezas intrincado que había en aquella historia que yo no había llegado a vivir, que me había perdido mientras seguía falsificando cuadros, manchando el nombre de mi familia con rumores sin fundamento, recibiendo las constantes regañinas de mi padre hasta el último día de su vida. De hecho, en medio de una de sus charlas sobre quién era y sobre lo que le estaba haciendo a su legado, había sido cuando se había alterado tanto que había perdido el conocimiento. Sí, quizá la culpa también había sido que no había llamado lo suficientemente deprisa a los médicos, sin embargo, sus palabras habían logrado durante años que le odiase tanto que el principal problema fuese que siguiera vivo, no que estuviese muerto, sin posibilidades de decir nada más ni usar todo su veneno en los lugares que él sabía más vulnerables a su ponzoña.

Se había muerto sin saber que todos esos rumores eran ciertos y aunque creyese que no me había enseñado nada, había logrado que fuese tan asquerosamente meticuloso y cuidadoso como él. No obstante, yo sí había descubierto que ese hombre que se había hecho llamar mi padre poniéndose casi a la altura de un dios que todo lo sabe, todo lo puede y todo le sale bien, había sido tan rastrero como su rostro me había hecho creer desde el instante en que había conocido esa palabra.

La familia Maicron no tenía nada de intachable, el único que sí estaba siéndolo, al menos por el momento, era mi patético hermano mayor. Había tantos miembros de nuestra familia que se habían lavado las manos con situaciones que habían provocado fallos garrafales o muertes en las vidas de otros, en otras familias y habían logrado difundir el dolor para que todo aquel que intentase tocar esa rosa envenenada que era realmente nuestro legado, terminase siendo vomitado por el veneno y sufriendo las consecuencias que debían haber tenido que padecer todos ellos. Por eso, precisamente por eso, había tomado la determinación de exponerle a mi padre todo lo que sabía y en esa gran discusión había perdido la vida intentando defender lo indefendible y demostrando lo poco que le importaba pisotear o idear estrategias para que su propio hijo fuese quien tuviese que pasar por las brasas completamente descalzo. El único problema es que había criado a un hijo que ya se conocía todas esas trampas antes de que la rosa se envenenase a sí misma hasta la muerte. 

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