La recepción de uno de los mejores hoteles de la ciudad podía parecer siempre el espectáculo perfecto para lucir aquellas fachadas que siempre teníamos delante de nosotros. Dudaba que hubiese una sola persona, metida dentro del universo del dinero, que no hubiese terminado cediendo al placer de crearse un personaje, de permitir que hablasen de ese mismo personaje y no de sí mismo. ¿Por qué? Tan simple como el ego propio. ¿Por qué permitirle a nadie que criticase las intimidades si podían criticar a alguien que no eras realmente tú? Era una forma de defenderse a uno mismo, de demostrar también que todos los demás que hablaban sobre quien era supuestamente uno de nosotros, que podían equivocarse, porque en esos momentos nuestro propio ego, nuestro deseo de ser más inteligente que los demás o de dejar a todos con la boca abierta, nos daba vía libre para de esa manera poder callar bocas con nuestra verdadera forma de ser, actuar o pensar. Siempre había motivos para creer que se sabía todo de alguien y en este mundo, todos estábamos equivocados.
En esa ocasión, había tenido que recrear un cuadro de un artista famoso contemporáneo. No es que fuese uno de mis trabajos más deseados, puesto que el arte que más disfrutaba era aquel más antiguo, llevaba mucho más trabajo. Su firma no era otra que G. March. La mayor parte de los allí presentes creían que se trataba de un hombre. La tendencia del ser humano, de manera bastante lamentable, solía ser esa misma, creer que toda hazaña podía ser hecha por un hombre cuando las mujeres, en muchas ocasiones, realizaban tantas hazañas como nosotros sin tener la posibilidad de colgarse medalla alguna.
Me había puesto mi traje de la suerte. El gris marengo era uno de los colores que siempre me habían quedado mejor. El negro era mucho más elegante, pero prefería estar cómodo si todo llegaba a salir mal.
Carl y Terrence se habían encargado de realizar sus partes. Ahora era yo quien tenía que estar tranquilo, fingir que no había nada que temer y que simplemente estaba allí por placer. Mi hermano también había sido invitado a aquel lugar. Sabía que me observaría con lupa, así que tenía bien aprendido todo mi papel, esa interpretación que tenía que hacer de un pobre desgraciado, si es que me pillaban. No, ese no era mi estilo, todo sería hecho con la mayor de las dignidades posibles.
— No pensé que tuvieses el valor de aparecer por aquí —su voz, siempre su horrible voz.
Allí estaba de nuevo, mi hermano de sangre, pero no de familia. Ese hermano que más podía ser mi propia cruz durante mi existencia en este planeta. Su aliento, como acostumbraba, olía a menta, una menta que podía envolver a cualquiera por la fuerza que tenía, de hecho, a menudo, echaba para atrás.
— Creo que la invitación iba dirigida a mí y fuiste tú quien se acopló en todo este lío. De hecho, dudaba que fueses a venir tú, básicamente porque siempre has dicho que el arte es la peor pérdida de tiempo de la historia de la humanidad. ¿Qué fue lo que dijiste sobre...?
— Con desacreditarme no vas a conseguir nada, Wolfgang. Espero que eso lo tengas claro. Disfruta de tu último evento como miembro de la familia Maicron —amenazó con la mandíbula ligeramente apretada, mostrando a duras penas sus dientes juntos entre sus labios finos que no se abrían por la tensión que le recorría de pies a cabeza.
— Recuerda, hermanito, que tienes la mala suerte que la sangre de la familia Maicron también corre por mis venas.
Mi respuesta fue simple, pero le dejó aún más enfadado de lo que estaba. De hecho, se giró como haría un niño pequeño para darme la espalda demostrando su rechazo y fingiendo estar encantado de conocer o poner cara por fin a uno de esos ricachones que tenía tanto dinero en el bolsillo que iba a las inauguraciones de cuadros y a las subastas de arte por algo tan simple como "poder gastar algo del dinero que le sobraba". Ridículo.
Me quedé junto a una pequeña mesita, de esas altas en las que se tienen que tomar las bebidas o comer lo que sea de pie. Nunca había entendido la comodidad. Era mucho mejor tener un lugar donde poder estar sentado, tranquilo y descansar las piernas. Sabía que su única utilidad, en realidad, al final de toda la ecuación era dejar sobre ella las copas y apoyarse lo que permitiese para intentar que las piernas no tuviesen el peso de uno cuando empezasen a doler.
Un pequeño bolsito plateado apareció en escena, situándose sobre la mesita que tenía a mi lado. Una piel nívea, unas uñas perfectamente pintadas de rojo y, por supuesto, esa fragancia que podría haber vuelto loco a cualquier ser con algo de lógica y razón.
Dejó un pequeño beso sobre mi mejilla y después apoyó su mano en mi hombro cuando notó cómo la tensión había vuelto a recorrerme entero. ¿Por qué no había hecho caso a la carta? ¿Por qué estaba allí? ¿Por qué no me había permitido ser yo quien la buscase? Giré mi rostro hasta que pude ver sus ojos claros regalándome una de las mayores expresiones de amor que nunca le había visto. Limpió mi mejilla con uno de sus dedos pues había quedado parte del labial casi del mismo tono que el rojo de sus uñas. Un vestido bastante suelto, metálico, plateado, caía con gracia por su cuerpo mostrando bastante piel y casi como si pesase más la tela que ella misma, jugando con las teorías de la gravedad a su antojo.
— ¿Por qué...?
— Porque le prometí a Lorraine que si volvía a encontrarte te mantendría a mi lado. Además, creo que ya hemos pasado bastante tiempo separados, no es hora de continuar con aquello que tan tristes nos hizo. Intentemos ser felices —se acercó a mi oído antes de susurrar—, aunque sea al otro lado de los barrotes.
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Secretos
RomanceWolfgang Maicron pertenece a la élite de la sociedad. Un hombre acomodado que ha tenido todo lo que ha querido, jamás lo ha visto suficiente. La oveja negra de una familia que vive con la cabeza alta por su gran legado, ha llegado a Nueva Orleans pa...