©Epílogo.

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—Pedro Palacios, sólo tiene quince minutos de visita — le indicó el policía, mientras se alejaba de nuestra mesa, y se iba a una punta del lugar para supervisar a otros presos que tenían visitas de sus familiares.

Pedro desvió su mirada hacia la mía y me sonrió, se lo veía triste. Tomó asiento lentamente y juntó sus manos, cabizbajo. Sabía por qué se sentía así, hoy se cumplían tres años de la muerte de Mateo.., y estaba devastado al recordar que su único hijo ya no se encontraba en esta vida.

—Lo sé, lo sé, Pedro — tomé sus manos y mis ojos se cristalizaron como los suyos, al vernos.

—Me siento tan culpable, Lenna. Siento que no lo voy a superar nunca, me merezco estar acá para siempre. Tuve que haber muerto yo, la puta madre... Era tan solo un pibe de dieciocho años, como me equivoqué — comenzó a llorar, angustiado.

Tragué seco.

—La vida es muy injusta, Pedro. Pero yo sé que está en el más allá; cuidándonos. Lo siento. — le dediqué mi mejor sonrisa para él.

Me devolvió la sonrisa.

—Siempre supe que vos eras la indicada para él, siempre. Me dí cuenta que él no pertenecía al camino que le hice elegir, cuando vi como te defendía y adoraba. Tenía tanto miedo en perderte, que estaba apunto de dejarlo todo por vos — sonrió y luego la borró de repente —. Fuiste la única que lo hizo sentir vivo y querido, yo me equivoqué muchísimo con él; y lo estoy pagando en carne propia, aunque ya estoy muerto en vida sinceramente — me miró —. Le hiciste ver la vida diferente; una salida, y te lo voy agradecer toda la vida. — cayeron sus lágrimas, mientras agarraba mis manos entre las suyas, agradecido.

Asentí, cabizbaja. Solté un suspiro, y tomé el valor de alejar mis manos de las suyas, mirándolo seria. Me posicioné bien en mi asiento y aclaré mi voz, nerviosa. Él frunció el ceño.

—¿Qué pasa? — se preocupó.

—Te tengo que confesar algo — dije.

Él se inquietó en su lugar.

—¿Es algo malo? — preguntó, arqueando una ceja.

Negué con la cabeza. Me agaché hacia un costado, y agarré entre mis manos a mi pequeño hijo de dos años, casi tres, jugando con sus juguetes que le dejé en el mantel encima del suelo. Lo senté en mi regazo y Pedro se quedó pasmado al ver al niño pelinegro.

—Él es tu nietito, Pedro. Se llama Mateo — le presenté a mi hijo. Mi niño le sonrió, soltando una bella carcajada al ver a su abuelo. Siempre le mostré fotos de Pedro para que tuviera presente a su abuelo paterno, y lo reconoció de milagro. Pedro alzó su vista y no lo podía creer —. Lo siento por ocultarlo, es que tenía miedo, no sé qué pasó por mi mente, pero lo importante es que lo sabés. Él sabe que vos sos su abuelo, quédate tranquilo de eso.— le expliqué con dulzura.

Los ojos de Pedro se cristalizaron cada vez más, y los restregó para poder mirarme mejor.

—No tenés que disculparte, Len. Hiciste bien. Este no es un lugar apropiado para nenes, no tengo por qué reclamarte nada, ya no tengo derechos. Pero gracias, mil gracias por traerlo al menos esta vez... Al menos tendré una razón por vivir: mi nieto — lo miró embobado — ¿Puedo cargarlo? — me preguntó, y yo asentí. Le entregué a mi hijo en brazos y él lo tomó, mirándolo — Vaya. Mateo Palacios Juniors. Nos vas a cambiar la vida completamente a todos, Matute. — le dijo, mientras mi hijo le sonreía sin razón alguna.

—A mí me la cambió por completo, ahora sé por qué tenía que continuar en esta vida. Lo miro, y me da fuerzas para seguir adelante... Miro sus ojitos y veo a Mateo en ellos, dándome fuerzas. Viéndolo a mi hijo, puedo ver a su padre... Tuve esa bendición. No me siento perdida. — le conté.

𝑨𝑻𝑹𝑬𝑽𝑰𝑫𝑶 ✓ ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora