Capítulo 29: Las cenizas

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¿Valía la pena luchar por un amor que apuntaba al precipicio? ¿Valía

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¿Valía la pena luchar por un amor que apuntaba al precipicio? ¿Valía... valía sentirse tan pequeña con todo si con él se sentía tan grande?

Hanna se encontraba en su habitación, postrada de rodillas frente a la cama. El vestido entre sus manos le pedía ser usado, pero sus manos... sus manos se rehusaban a pasarlo sobre su cuerpo. Sus ojos vulnerables pedían protección, salía de ellos una tormenta.

Aún no sabía que la mantenía en ese estado, pero dentro de treinta minutos le permitió a su cuerpo ese descanso.

Las lágrimas siguieron el camino en sus mejillas, unas cayendo en la mueca de sus labios, otros desembocando entre sus manos, vagamente humedeciendo parte de su cuello y unas cuantas aguerridas manteniéndose en la orilla de sus ojos.

El reloj sonaba de fondo, el tictac acompañaba el lento palpitar de su corazón. El rio en su boca se aferraba al cauce y de vez en cuanto en una estocada soltaba un grito de auxilio. Sus rodillas sostenían fielmente su alma, como los pilares más rígidos de la vieja roma.

¡Qué pesar habían causado unas cuantas palabras!

Verónica debía de ser de todas las mujeres la más cruel, la más ruin... Debía haber debajo de esa capa de elegancia; maldad pura, veneno ¡dientes que afilaba todas las mañanas! ¿Cómo se atrevía...? ¿Qué había hecho ella para merecer de su parte tan despectivo trato?

Al principio estaba tan enojada con ella, por ser tan cruda, por ponerla en ese escenario de desesperación en el que se encontraba... por desear con todas sus fuerzas que lo que había dicho fuera mentira.

Había apostado todo su llanto intentando convencerse de que toda su palabrería no era más que un plan bien ajustado y convenido en el que Desmond no era más que una víctima.

Media hora le costó pensarlo como tal, como un hombre que no cedería a actos tan reprochables como de los que lo juzgaba Verónica.

No, Desmond no podía estar saliendo con ella por dinero... No, no podía estar al tanto de su condición, mucho menos después de que ellos se sinceraran en tantas formas.

Lo sentía ya parte de sí. ¿Podía una parte de sí ser una mentira? ¡Claro que no podía! La idea en sí le resultaba una fanfarronería, obra de Verónica.

Pero... la media hora que prosiguió su llanto prestó mayor atención. Escucho los chillidos pausados y los reclamos de su consciencia. Entonces le resulto poco probable que, conociendo a Desmond como un hombre inteligente y audaz, este hubiese creído las tan poco cuidadas versiones que ella le había dicho respecto a su cicatriz. Sus acciones... De pronto le pareció coherente su reciente comportamiento, sus hostiles actitudes, su poca flexibilidad cuando le pedía una loca aventura.

Entonces le pareció estúpido culparla y juzgarla como ruin. Sus mentiras podían tener algo de verdad. Y fue crudo, tan crudo como escucharlo salir de ella.

El sonido de tu alma (EN EDICIÓN)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora