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Cuenta la mitología que Eros portaba grandes flechas de oro con las que atravesaba los corazones de los mortales, causándoles un repentino enamoramiento por la persona más cercana que era tan fuerte como para dar la vida por él. Nada de eso es verdad, pero a mi hermano siempre le gustó exagerar las cosas, en especial aquellas que lo hacían quedar bien. Lo que en realidad sí poseíamos ambos, eran unos pequeños alfileres con formas especiales que estaban cargados de magia y al enterrarse en la piel intensificaban las emociones del sujeto en cuestión. Los de él eran dorados con una delicada punta de corazón y los míos de un opaco color plata con gruesas espinas a los lados.

En nuestra primera encarnación, rápidamente nos dimos cuenta de que era muy difícil para el otro descubrir cuándo habíamos utilizado nuestros poderes, especialmente cuando el lugar donde clavábamos nuestro alfiler no era accesible a simple vista. Esto dio como resultado la expansión de la locura por todo el mundo, ya que no era raro que los dos tuviéramos la intención de explotar el potencial de una misma persona, y, al contrario de lo que pudiera creerse, eso con frecuencia causaba un gran desbalance sentimental que desembocaba en acciones erráticas y peligrosas para el funcionamiento de una buena sociedad. Nuestra madre, Afrodita, decidió ponerle fin a esto tiñendo nuestra magia con aromas especiales que solo otros dioses fueran capaces de oler, para así no atraer constantemente la atención indeseada de los curiosos humanos. A Eros le tocó el olor natural de los caramelos, delicioso y suave, a mí el del café, intenso e invasivo. 

Como nosotros, los perfumes de nuestra magia no combinaban en lo absoluto, lo que funcionó de maravilla para evitar accidentes, pero creó un nuevo problema: la competencia. Verán, lo bueno de utilizar objetos tan minúsculos es que pueden ser extraídos con el mismo sigilo con el que fueron insertados, y con nuestras narices como guía comenzamos un, no tan amistoso, juego que consistía en "apadrinar" a la mayor cantidad de humanos posible. El vencedor podía elegir el siguiente destino. La única regla era que no había reglas, como nuestro padre suele decir "En el amor y la guerra todo vale." 

Yo gané la última vez, lo que culminó con nosotros compartiendo una pequeña habitación en un departamento de dos ambientes cercano a la costa, preparándonos para una estúpida fiesta en la playa, en casa de una muchacha con la que no había tenido más de cinco conversaciones completas. Como de costumbre, él acaparaba el espejo del baño que compartíamos tratando de lograr que el nido de pájaros que tenía en su cabeza se viera decente, mientras yo trataba de enderezar mis piercings sin que me golpee a causa de su distracción. Los griegos, hace miles de años, inventaron el término "narcisista" basándose en la historia de quien ellos creían, era un escuálido muchacho llamado Narciso, sin embargo se trataba de Eros, que a pesar de haber tenido una gran cantidad de amantes sólo conocía el amor por sí mismo. Algo que la distribución global de los espejos sólo había ayudado a incrementar. 

—¿No deberías estar ya en el asiento de atrás del auto de alguno de tus amigos? —Lo interrumpí con exasperación abriendo la canilla del agua fría. Necesitaba lavarme los dientes antes de salir, las malas decisiones me dejaban un sabor horrible en la boca.

—Creí que tú podrías llevarme, después de todo es un gran evento que te atrevas a andar por la calle a estas horas, y no le hablé a nadie —dijo enredándose uno de sus rubios mechones de cabello en el dedo índice de la mano izquierda.

—Pues parece que el paso del tiempo no nos hace más inteligentes a todos. —Escupí una mezcla babosa de pasta de dientes y gérmenes a su lado, consiguiendo que se alejara un poco del mío—. Ni en tus sueños más locos dejaría que nos vieran entrar juntos al mismo lugar. —sentencié secándome la boca con una toalla que luego lancé sobre la gran pila de ropa sucia que habíamos acumulado en un rincón. 

—Somos hermanos, Eneas, todos saben eso. —Bajó el cepillo y comenzó a aplicarse colonia alrededor del cuello, produciéndome un acceso de tos. Solía ponerse el doble de la cantidad recomendada sólo para distraerme de su verdadero olor.

Anticupido [ANTI 1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora