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Me arrepentí ni bien el frío de la noche comenzó a acariciar mi torso desnudo trayendo consigo los olores y sonidos de la primavera.

En la calle todavía había gente, si alguien decidía mirar hacia arriba por casualidad de seguro pensaría que estaba a punto de matarme allí parado en la cornisa del edificio mientras esperaba a mi hermano fumándome un cigarrillo. Todo en mi interior me gritaba que esto era una mala idea, que volviera a la cama. Ya tenía demasiados problemas.

Sin embargo, lo único que hice fue dejar escapar el humo por mi nariz formando una nube gris sobre mi cabeza.

Las palabras de Eros calaron directamente en mis huesos. Yo también estaba cansado de ese ciclo sin fin, pero tenía mucho miedo de romperlo. Si me bajaba de allí en ese momento hubiera dejado que ese miedo siguiera guiándome y ya estaba harto de negar que esa era la razón por la cual no habíamos avanzado en nada.

Volar junto a Eros no iba a resolver nada, pero iba a cambiarlo todo.

Y era hora de cambiar.

Porque no podía seguir así. Temiéndole al Comité, a mis poderes, a equivocarme.

A ser yo.

Así que no me moví ni dije nada cuando mi hermano salió por la ventana con sus blancas alas en la espalda y los ojos tan dorados como el día de nuestro nacimiento. Lancé la colilla hacia el vacío y luego de sacar mis propias alas, que ya no me lastimaron tanto la piel, la seguí.

Zigzagueamos sobre los techos de la ciudad, metiéndonos en callejuelas y en el camino Eros se desvió para robarle dos packs de cerveza a un vendedor ambulante.

Acabamos, quizás de casualidad, quizás no, en la azotea del edificio que aún tenía mis latas de pintura desparramadas por ahí. Las lluvias habían sido las únicas encargadas de limpiar el desastre, incluso la poca ropa que había colgada en las cuerdas comunitarias seguía ahí. Olvidada, apartada del mundo y la realidad. Como nosotros.

―Gracias ―dijo sin mirarme en cuanto me volteé a abrir la lata de cerveza que sabía que iba a derramar toda su espuma debido a la turbulencia del viaje―. Necesitaba dejar de pensar por un rato.

El cabello se me pegaba a la frente a causa de la transpiración, y aunque había hecho quizás más esfuerzo que yo de alguna forma mi hermano conseguía verse preparado para una campaña de fotografía. Estaba balanceando los pies hacia el abismo y tenía los hombros hacia atrás como si estuviera recostado en la playa, los reflejos de las luces de la calle iluminaban su perfil mientras observaba las estrellas. Nadie podría decir que media hora atrás se había derrumbado.

―Para eso existen las locuras. ―Tomé un trago para ahogar la sonrisa que quería escapar de mis labios para emular la suya―. Pero no creas que esto nos hace amigos o algo así, aún te detesto por meternos en este lío de los caramelos, y por meterte con mis proyectos de esta vida, ni por...

Besarla.

La palabra quedó en la punta de mi lengua sin animarse a salir, pudriéndose por dentro. Porque no debería importarme. Porque no debería ser un inconveniente mientras todo siga igual. Mientras la mantuviera con vida.

Comenzó a reírse como loco, por poco volcándose toda la bebida encima, y yo recordé que seguramente estaba demasiado drogado para estar sentado junto a mí a más de quince pisos de altura. Se aclaró la garganta, intentando recuperar aire.

―Tú sí que eres una fiesta ambulante, hermanito, me sorprende que no tengamos momentos como este más seguido ―ironizó―. ¿Cuándo fue la última vez? ¿En la fiesta que dimos por nuestros mil quinientos quince en el Olimpo? No recuerdo.

Anticupido [ANTI 1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora