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Fue como si el tiempo se detuviera mientras nos mirábamos en el más total y pesado de los silencios. Lo único que nos aseguraba que el mundo seguía girando aún era el agua que caía como una cortina gris de pequeños dardos que nos golpeaban la piel rítmicamente.

Recordaba perfectamente el momento en el que me había dicho que sus poderes no funcionaban en mí, ambos éramos niños, la envidia no había calado en mis huesos todavía. No tenía motivo para desconfiar de su palabra, era mi hermano, la mitad de mi vida. 

Me había sentido vacío, alienado del resto del universo. Fue la confirmación de que algo estaba mal conmigo, que había sido un error. Una sorpresa desagradable.

Él me prometió que intentaría ver algo, que quizás se debía a que necesitaba algo más de entrenamiento. Parecía genuinamente devastado, había sido uno de los pocos momentos en los que pensé que me estaba mirando al espejo. Porque eso éramos, un reflejo del otro, perpetuamente invertidos.

Papá, que hasta entonces se había limitado a supervisar la escena, se interpuso entre nosotros con expresión dura, quitando las manos de Eros de mis hombros y arrastrándome a la arena de pelea que estaba al otro lado de la villa antes de que pudiera reaccionar. Durante todo el camino no dejó de hablar sobre que así debían ser las cosas, mientras menos sintiera, mejor podría hacer mi trabajo, no necesitaba tantas emociones, eso era de gente débil como mi hermano. 

Había aprendido a racionalizar todo, sin darme cuenta de que ellas estaban ahí, a flor de piel.

Sabía cómo se sentían la ira, la tristeza, el asco y la satisfacción. Lo que eran la felicidad, el cansancio y el miedo. Tenía la capacidad de usar todas ellas a mi favor, de dejarlas a un lado o de disfrutarlas en silencio.

Solo había una que estaba seguro de jamás haber experimentado, la única que no podía justificar porque no lograba entenderla. La única que no tenía sentido forzar porque no servía. Esa que no se correspondía con una cadena de acciones determinadas. Aquella de la que mi hermano era dueño y señor.

El amor.

“¿Tienes idea de la cantidad de dioses que he visto enamorarse?”

No había hablado de sí mismo.

—Eros… —El agua goteaba por mis brazos, mi barbilla, nariz y las puntas de mi cabello, tragué un poco cuando abrí la boca.

¿Cómo se siente estar enamorado?

¿Es siempre igual?

¿Es el miedo a que se los lleve? ¿Los celos?

¿Es no querer que se termine?

¿Es que el tiempo se detenga?

¿O que pase volando? 

¿Es no poder sacarlos de mi cabeza?

¿Que me motiven a seguir?

¿Son sus desafíos constantes que me vuelven loco?

¿O el confort que siento cuando estamos juntos?

No sabía qué preguntarle. Había dejado de respirar.

—No. —Negó suavemente con la cabeza, él no estaba en mejor estado, de hecho era un desastre. La fachada del ángel había desaparecido—. Necesito…—Se miró las manos, cerrándolas con lentitud y mojó sus labios—. Necesito estar solo un rato. —Me dió la espalda y levantó vuelo sobre el mar hacia el horizonte. 

Anticupido [ANTI 1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora