39 Febril

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Ahora ya no era una pesadilla, porque la línea de hábitos negros avanzaba hacia ellos a través de la niebla helada, agitada por sus pies.

"Vamos a morir", se dijo lleno de pánico. Sentía una gran desesperación por aquel ser precioso que protegía, pero incluso pensar en ello era una falta de concentración que no se podía permitir.

Se aproximaron de forma fantasmal con las ropas negras agitándose ligeramente por el movimiento. Edward vio cómo curvaban sus manos como garras del color de los huesos. Comenzaron a dispersarse para acercarse a él y a al niño desde todos los ángulos. Estaban rodeados e iban a morir.

Y entonces, tras la explosión de luz de un rayo, toda la escena se transformó, aunque no había cambiado nada, porque los Vulturis aún los amenazaban, en posición de ataque. Lo que realmente cambió fue el modo en que Edward contemplaba la imagen, porque de repente sintió un deseo incontrolable de que lo hicieran, quería que cargaran. El pánico se transformó en un ansia de pelea que lo hizo encorvarse, con una sonrisa en el rostro, y un rugido enredado entre sus dientes desnudos.

El dolor era desconcertante. Exactamente eso, se sentía desconcertado. No podía entender, no le encontraba sentido a lo que estaba ocurriendo, aunque recordaba vagamente haber vivido ya algo parecido. Su cuerpo intentaba rechazar el suplicio, y lo absorbía una y otra vez una oscuridad que lo evitaba segundos o incluso minutos enteros de agonía, haciendo que fuera aún más difícil mantenerse en contacto con la realidad.

Intentó hacer que se separaran, el dolor y la realidad. La irrealidad era negra y en ella no le dolía tanto. La realidad era roja y lo hacía sentir como si lo aserraran por la mitad, lo atropellara un autobús, lo golpeara un boxeador, lo pisotearan unos toros y lo sumergieran en ácido, todo a la vez.

La realidad era sentir que su cuerpo se retorcía y enloquecía aunque él no podía moverse, posiblemente debido al mismo dolor. La realidad era saber que había algo mucho más importante que toda esa tortura, pero era incapaz de recordar qué era. La realidad había llegado demasiado rápido.

En un momento, todo era como debía ser, rodeado por la gente que amaba, y sus sonrisas. De alguna manera era como si, aunque le resultara inverosímil, hubiera conseguido todo por lo que había luchado. Y sin embargo, sólo una pequeña cosa, insustancial, había ido mal.

La negrura se había enseñoreado de todo y lo había arrastrado en una ola de tortura. No podía respirar. No podía escuchar. No podía hacer nada. Sabía que había pasado por esto antes, ¿pero cuando? Lo estaban haciendo pedazos, partiéndolo, cortándolo... Más oscuridad. Las voces, esta vez, gritaban

¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Segundos o minutos? El dolor se había ido, y lo había dejado aturdido, sin sentir nada. Tampoco podía ver nada, aunque sí escuchar. Podía meter aire en sus pulmones otra vez, aunque sabía que no los necesitaba.

Alguien lo llamaba a gritos, pero... ¿Quién? ¿Y por qué? Entonces lo recordó. Quería conocer a su bebe. Verlo crecer. Intentó escuchar el corazón de su hijo, encontrarlo, pero se hallaba completamente perdido dentro de su propio cuerpo. No podía percibir las cosas como antes, ya que nada parecía estar en su sitio habitual.

Se lo llevaron. Su bebé con cara de ángel ya no estaba en ningún sitio. No podía verlo ni sentirlo. "¡No!", quiso gritar, "¡devuélvanmelo!" Pero era presa de una enorme debilidad. Sintió los brazos durante un momento como si fueran mangueras de goma vacías y después como si nada fueran. No podía percibirlos en absoluto. No podía ni sentirse a sí mismo.

La oscuridad se extendió sobre sus ojos con más solidez que antes hasta velárselos del todo, como una gruesa venda, firme y apretada; pero no sólo le cubría los ojos, sino todo su ser, con un peso aplastante. Intentar apartarla era un esfuerzo agotador. Sabía que le sería mucho más fácil rendirse, dejar que la oscuridad lo aplastara hacia abajo, abajo, abajo, hasta un lugar donde no hubiera dolor, ni cansancio, ni preocupación, ni miedo.

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