XXXII

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Mireia se quedo estática, en silencio bajo la noche, sintiendo como la fría brisa atravesaba su cuerpo haciéndolo temblar, con las mejillas bañadas en lagrimas.

Podía sentir como esa sensación de soledad volvía a invadirla al saber que se habia marchado, él; Austin, la única persona que tras esos amargos siete años la hizo sentir paz, seguridad..., y querida, aunque no quisiera ser consciente de este ultimo.

La joven levanto la mirada, la calle extrañamente se encontraba despejada, tan solo una que otra persona se le veía caminar acompañada de alguien o tan solo paseando algún canino. Ella pudo notar como atraía las miradas extrañas de algunas personas, eso le hizo saber que debía estar llevando una apariencia horrorosa. No le importo en lo absoluto como podía verse en aquel momento, su corazón se encontraba mucho más desastroso y nadie podía notarlo.

El labio inferior de Mireia empezó a temblar, mientras con las palmas de las manos secaba sus mejillas las cuales volvían hacer mojadas por aquella agua salada que salía de sus lagrimales.

Sus palabras no podía sacarlas de su mente, estas repiqueteaban cual pelota contra su cabeza, haciendo eco. Ella sabia que él tenia razón, en parte, no obstante, él no podía ser consciente de la magnitud de su sufrir..., de su dolor, para hacer aquel tipo de declaración. Deseo tenerlo en frente para poder golpearlo y así poder sacar parte de la latente agonía que la habia vuelto a invadir.

Nadie más que ella deseaba dejar todo su dolor a un lado para así poder permitirse vivir, querer... Ella quería con todas sus fuerzas poder enamorarse como loca de alguien, hacer el amor con esa misma persona cada que pudiera —incluyendo lugares prohibidos—, anhelaba poder formar una familia, aventurarse en el camino de la vida...

Sin embargo ¿Cómo podría ella hacer todo eso tras haber vivido todas esas espantosas cosas aquella madrugada? Ella simplemente no podría. Aun tenia pesadillas en donde veía a su madre gritarle que corra, toda la sangre que manchaba su bata blanca y la suya misma después de despertarse en la ambulancia. Podía observarse a través de su mirada perdida en aquella habitación de hospital, recibiendo la noticia del fallecimiento de toda su familia.

No, por más que lo pensara habia cosas que no podían superarse, y sabia bien ni él ni nadie podían comprenderla.

Además, era muy consciente de que a lo mejor, esas mismas personas que acabaron con su familia en algún momento vuelvan por ella. Por lo que, viéndolo de ese modo le estaba haciendo un favor.

Mireia ladeo la cabeza de un lado a otro, con una pequeña sonrisa triste adornando sus labios.

Se estaba volviendo loca y la única persona que tenia remedio para ese mal no volverá a buscarla, no después de haberla herido en la forma en la que lo hizo. —susurro para si misma, con un nuevo abismo de dolor abriéndose bajo sus pies.

Deseando sentarse en la acera hasta que amanezca Mireia se dio media vuelta y emprendió camino hacia dentro del edificio. Cruzo por el lado del portero sin atreverse a dar las buenas noches con temor de sollozar delante de aquel señor. El hombre, pasado de los cuarenta y tantos la observo, en silencio, recordando como nunca en los años que llevaba viendo aquella chica entrar y salir por aquellas grandes puertas de cristal, la había visto descompuesta y con la cabeza gacha. Quiso preguntar si podía ayudarla en algo, pero, no quería sonar entrometido por lo que se trago las palabras y la vio encerrarse en el ascensor sin todavía haber levantado la vista.

Una vez atravesó la puerta de su casa tiro los zapatos de tacón alto que se habia quitado en el camino a su departamento en el suelo, subió las escaleras hasta su habitación, acongojada. Las lagrimas caían como las cataratas del Niágara y ella se temía no tener el suficiente control para pararlas.

Al borde del precipicioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora