16.Sólo el demonio y yo

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Antes de que iniciaran las fatídicas muertes de quienes fueron mi familia, me gustaba volver la vista atrás para imaginar las épocas de elegante gloria de quienes fueron los habitantes de la mansión Sheridan.

Imaginaba en aquella época que, aunque mi vida parecía empinarse tenebrosa entre pesadillas durante la noche, la vida de los otros debía haber tenido un tono diferente, entre bailes, romance, lujos y excesos.

La habitación de mi abuela en su juventud, era mi confirmación de ello. Este lugar que ahora, es mío es un deleite para mis ojos. Mi abuela era una mujer que vivió todos los lujos de ser una Sheridan de adopción, por ende, al igual que mi madre, sin pertenecer realmente a la línea sanguínea de esta familia, gozó de una habitación ricamente cargada en únicos vestidos importados, joyas en demasía, y todo tipo de deliciosas y ligeras telas que la hicieron lucir ante mis ojos de niña, como un ente casi digno de hechicería.

Es sincero decir, que siempre deseé de niña, despertar y ser un poco más como ella. Por eso, una vez tuve quince años y mi abuela me regaló mi primera herencia que pude calificar digna de su gracia, me la probé sin dudar para volverla mi prenda favorita, pese a la clara oposición de mi madre, quien, tras ocultarla en una gaveta en su habitación, criticó aquello como otra muestra de la desfachatez de esta familia, pero yo, ajena a cualquier conjetura plagada de maldad, sólo me probé aquel día su regalo y mi abuela me plantó un ligero beso en la mejilla, diciendo:

—Eres tan bella y virginal como las rosas frescas, Anne.

Es una ligera camisola color vino de satín, que ahora, suelo usar para dormir.

—Son ropas de brujas traviesas cuando pecan —dijo mi madre cuando la vio sobre mi piel y antes de guardarla hasta su muerte entre sus cosas.

Pensé en aquel entonces, que la férrea oposición de mi madre se debía a la envidia de la relación tan cercana que tenía con mi abuela o quizás, a esa cínica religiosidad, casi obsesiva que cultivó en sus últimos días.

A la distancia, es más fácil concluir que lo vio como un peligro, uno al que ya no temo desde la primera noche en que me tocó dormir sabiendo que mis padres no volverían de sus tumbas, y tuve la certeza de que alcanzarían el descanso eterno en su funeral.

He ido a tantos funerales, que no me sorprende en la actualidad, dormir y soñar con el día en que murió Carla y su funeral.

En el último tiempo, aquel día se me repite en la cabeza como si se tratara de mi propia muerte, por eso luego de escribir aquel mensaje a Joshua, sólo me he derrumbado presa del más grande de los miedos y febril he comenzado a soñar con ese funeral otra vez, como si fuese el camino natural de mi mente.

Siempre que la sueño es igual. Es como si pudiera verla marchitarse otra vez escuálida en aquel oratorio donde la encontraron. Después, sólo pálida y engalanada para deleite de aquellos que creen en la paz del cielo, aunque ella siempre fue una escéptica de todo aquello que no empuñara un poco de lógica.

Carla, mi amiga de la niñez, siempre tan correcta y buena, la veo en mis sueños tan clara portando ese bonito vestido blanco con flores bordadas, sus labios color rosa palo y ese anillo con la piedra verde que le contrastaba perfecto con su tono de piel.

Ella ha muerto y yo le sueño con locura.

En estos días siempre es un poco así.

Por eso, cuando despierto con la brisa casi imperceptible, sobre la humedad de la gravilla en las afueras de la mansión y el silencio de la noche, no me sorprende.

Sí, cuando al abrir más los ojos descubro la cercanía de la piel de Ruthven y su pálida tez, mirándome atento.

Su perfume me envuelve, lo siento tibio con sus labios próximos a mi oído maldiciendo, llamándome a despertar. Su tono de voz se escucha sinceramente preocupado.

MalditoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora