14.El miedo más instintivo

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—No puedo hablar todavía de eso.

Por un instante, la mirada sombría y afligida de Ruthven emerge de nuevo frente a mí.

Me perturba no saber con quién estoy tratando, pero mi mirada no para de concentrarse en la señora que nos sirve y espera al otro lado de la barra atenta a toda la conversación.

Ante mi duda de querer continuar con la conversación, Ruthven sólo me sonríe, se gira sobre sí mismo como si contuviera un baile, y se impulsa a la barra.

—¿Tienes hambre? —pregunta como si fuera el dueño de casa y se desordena el cabello en un gesto que lo hace lucir bien—. Un amigo me dijo que aquí tienen unas hamburguesas increíbles.

No respondo, no quiero que comer papitas con el demonio sea uno de los tantos panoramas extraños que me depara el año. De todas formas, Ruthven mantiene una expresión animada y cambia de tema como si no importara.

—¿Fuiste a la iglesia el domingo?

—Es obvio que siempre voy —digo, aunque no es cierto.

No he ido a las misas del domingo desde que llegó el demonio a mi casa. Me da mucha vergüenza la idea de que mi presencia esté averiando el campo santo en forma irreparable, pero de todas formas no me he perdido ningún funeral o bautizo.

—No te vi el día domingo.

—Quizás sólo no me encontraste —me defiendo, pero soy una hipócrita.

Así que sólo carraspeo, mientras Ruthven toma la bandeja con nuestras cosas y sonríe.

—Chérie me contó que ibas sólo para ver a Joshua. Te imaginaba más religiosa —suelta burlón, casi creo que luce complacido.

Busco de reojo a mi hermano que todavía batalla en la elección de la música, supongo le ebriedad se lo dificulta.

—Pues se equivoca.

Entonces, Ruthven deja las cosas en la mesa y en un movimiento rápido toma de mi mano y me arrastra a un pasillo donde mi hermano ya no nos puede ver.

Sus ojos me miran con una atención misteriosa y casi hipnótica.

Me sorprende, pero mi corazón va a mil con la sola idea de estar solos.

Esa parte malvada que viene de los Sheridan, esa que no teme vender su propia alma por todo lo bueno de la vida, sólo se pierde en contemplar su cabello oscuro.

El demonio me sonríe con un leve temblor, que me hace pensar que me desea.

—Y ¿Cuál es tu plan? —pregunto, más como un desafío que como una duda real.

Ruthven me da una mirada descarada y juguetona, mientras me rodea con sus brazos, y me atrae contra sí.

—¿Cuál es el tuyo, Anne Sheridan?

Quiero decirle que descubrir lo que ha hecho, y liberarme de mi maldición, pero su respiración se siente suave y agradable.

Llevo tantos días amenazada con su llegada, que ahora, en este momento me siento ligera, como si nada pudiese empeorar.

—Anne, no te haré daño —dice Ruthven grave y acaricia mi rostro. Estoy tan llena de miserias, que de pronto un solo gesto amable me conmueve y me reprendo por sentirme así.

—¿Entonces, ¿qué harás? —pregunto, aunque ya no tengo el menor interés en perseverar en la conversación. Se me hace imposible creerle.

Pese a eso, Ruthven me mira con una expresión dulce, que cambia rápido a una astuta y pícara.

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