33. La calidez del infierno

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—No se trata de tener un plan muy elaborado —me defiendo. La estridente carcajada del demonio me hace sentir, por un momento,  extrañamente afortunada.

—¿Entonces de qué se trata? —pregunta y me extiende una botella de soda que acaba de abrir.

Las luces de la bencinera tiemblan sobre nosotros en un amarillo iridiscente, prometen atención de 24 horas, pese a que sólo hay un muchacho mirando la televisión adentro sin ánimos de querer ver a nadie. Pero aquí estamos, junto a dos bicicletas de aspecto infantil, y nos hemos pasado casi media hora aquí.

Creo que, si no fuera por esa ausencia, nosotros no estaríamos tan cómodos.

Doy un sorbo a mi bebida. Es dulce, anaranjada, y me quema la garganta. La siento chisporrotear y recorrer el esófago.

Ruthven toma asiento a mi lado en la acera, dejando ver la piel de sus rodillas tras los raspamientos de su pantalón. Tiene un aire relajado. Lleva una chaqueta de jeans demasiado grande, y una camisa a cuadros color rojo. Su cercanía cálida me complica e intimida a partes iguales.

Él por otra parte luce tranquilo, como si fuésemos viejos amigos un día cualquiera.

—No logro entender, qué te hizo pensar que sería una buena idea —comienza, lo que asumo es una especie de charla amable y motivacional para una adolescente que no sabe medir sus expectativas y sus habilidades.

Cualquiera diría que no estoy frente al ser más siniestro y malvado que la tierra puede tener, pero así es.

—No te rías, es algo serio. Sé que para un ente de tu—agito las manos en círculos frente a su cara y él sonríe—, "condición", no es fácil pensar que los humanos...

—¿Te acobardaste?

Abrazo mis rodillas y reflexiono sobre mi alborotado plan de hace un momento.

—Sí, me acobardé, pero para tu información —El demonio asiente y modula un sí con los labios como si se quisiera comer cada palabra que doy—, algunos humanos, no somos tan siniestros y sólo pensamos, pues que podemos hacer cosas y después, no somos tan hábiles...

—Por supuesto —musita Ruthven y se pone un cigarrillo en la boca, para volver a reírse—. Pero tú, señorita Anne Sheridan, tú no tienes...—Me señala, y hace el amago de querer encenderlo. Pero en un abrupto cambio de los acontecimientos, el cigarrillo cae al suelo y la mirada del demonio se clava en la mía—. Sentido de tu propia maldad—dice y trata de darle alcance rápido al cigarrillo, y al encendedor que también se le ha escapado de las manos.

Tiembla.

Cojo el encendedor de metal entre mis dedos, y se lo entrego. Por pequeño que sea, veo en esto una señal de debilidad inesperada.

—No fumes tanto, no quiero casarme con alguien así —Le reprocho seria. Él, por otra parte, sonríe y se coge de la mano donde tengo el encendedor.

Las puntas de sus dedos están heladas. 

—Yo no quería casarme con una consentida, creo que estamos a mano —dice, pero su tono se escucha amable.

El infierno debe ser cálido.

—Entonces, explícame, ¿Qué quieres, joven Ruthven? —pregunto insinuante.

Dejo que me quite el encendedor, y Ruthven lo guarda, mientras me lanza una exagerada mirada de disgusto. Parece un gato callejero a veces.

—Si un día decides casarte conmigo, podrás hacer lo que quieras —declara, casi como si se tratara de una máxima de la vida. Ruthven no parece haber reparado en mi invitación, y descuidado, se ha dejado caer sobre el pavimento. Él se estira adormilado como si se tratara de pasto fresco—. Yo a diferencia de ti, creo que la gente debe sólo hacer lo crea que puede resistir. Entonces, Anne Sheridan, si crees poder hacerlo, yo te apoyaré.

Inesperado y tierno, su declaración me conmueve.

Dulce.

El demonio guarda un adolescente dulce en su interior.

Mis labios dibujan una sonrisa y me dejo acomodar junto al ser más siniestro y cruel. Hace un poco de frío, así que encuentro alivio en compartir algo de cobijo en el demonio.

—Bien, ya que te gusta explicarme cosas, dime: ¿Cómo debí haber creado mejor este plan?

Ruthven ríe, y niega con el dedo en una expresión cándida que no se equilibra con su tan acostumbrado mal talante.

—No gracias. Maider ya me explicó qué es eso de ser un hombre que explica.

—¿En serio te ha explicado? —Dejo ver mi expresión de asombro—, ¿y lo has entendido?

—Por supuesto. No soy un cavernícola, Anne Sheridan —dice enfurruñado y arrastra las palabras—. Yo no sabía que podía ser tan molesto.

Confiesa, para liberar una carcajada ligera que se le atrapa en la garganta con respiraciones agitadas.

Me río, estoy riendo con una sinceridad intensa. Trato de imaginarme el contexto en que Maider se ha enojado tanto con Ruthven como para aclararle semejantes términos, y lo disfruto todavía más.

—Lo siento —dice Ruthven, y sus dedos hacen el amago de querer tomar mi mano—. Yo espero que sepas...

Silencio.

El demonio frunce el ceño, y mira a otra parte.

Un silencio penoso rompe el momento, pero Ruthven sólo se levanta ágil de su lugar, parece estar buscando algo, pero relaja el rostro y mira sus tenis. De nuevo, siento que desea decirme algo, pero lo oculta con una mueca.

—¿Nos vamos? —pregunta y me ofrece su mano para que la tome.

Obedezco a este gesto y me incorporo aclarando mi garganta.

No hay declaraciones de amor para mí.

Quisiera ser más afortunada, y ser sólo una adolescente con el chico que le gusta, pero como si se tratara de magia, Ruthven comienza a caminar sin soltar mi mano y dice:

—¿Qué sabes sobre hechizos de amor?

—¿Qué sabes sobre hechizos de amor?

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