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En algún punto del camino Jane debió desmayarse. Cuando el huracán la escupió fuera y golpeó contra el suelo, lo golpeó sola, con fuerza, y rodó jadeando hasta detenerse.

  Se sentó en el suelo despacio y miró a su alrededor. Estaba en el centro de una alfombra persa extendida sobre el suelo de una enorme habitación de paredes de piedra. Había muebles cubiertos de sábanas blancas que lo convertían en fantasmas jorobados y abultados. Cortinas de terciopelo se combaban sobre ventanales enormes; el terciopelo de un tono gris blanquecino debido al polvo, y las motas de polvo danzaban a la luz de la luna.

  —¿Clary? —Jace emergió de detrás de una inmensa forma cubierta con una sábana blanca; podría haber sido un piano de cola—. ¿Estás bien?

Jane puso los ojos en blanco al ver que a nadie le importaba si ella había llegado viva. Era lo que tenía ser la sombra de Clarissa Fray.

  —Perfectamente. — Clary se incorporó, haciendo una pequeña mueca—. Aparte de que Amatis probablemente me matará cuando regrese. Si tenemos en cuenta que abrí un Portal en su casa.

  Él le alargó la mano.

  —Por si sirve de algo —dijo, ayudándola a ponerse en pie—, me has impresionado.

  —Gracias. —Clary miró en derredor—. ¿Así que aquí es donde creciste? Parece sacado de un cuento.

  —Yo pensaba en una película de terror —dijo Jace—. Cielos, han pasado años desde que vi este lugar por última vez. No acostumbraba a estar tan…

  —¿Tan frío? — soltó Jane poniéndose de pie.

  El lugar producía una sensación de frío como si nunca hubiese habido calidez ni luz ni risas en su interior.

  —No —respondió Jace—; siempre fue frío. Iba a decir polvoriento.

  Sacó una piedra de luz mágica del bolsillo y ésta se encendió entre sus dedos. El resplandor blanco resaltó las sombras bajo sus pómulos, los huecos en las sienes.

  —Esto es el estudio, y nosotros necesitamos encontrar la biblioteca. Vamos.

  Las condujo fuera de la habitación por un largo pasillo cubierto de espejos que les devolvieron su reflejo.

  El pasillo estaba bordeado de puertas, algunas de las cuales estaban abiertas; a través de ellas Jane pudo vislumbrar otras habitaciones, de aspecto tan polvoriento y sin usar como el del estudio. Michael Wayland no había tenido parientes, según Valentine, así que supuso que nadie había heredado el lugar tras su «muerte»; había dado por supuesto que Valentine había seguido viviendo allí, pero parecía evidente que no era así. Todo respiraba pesar y desuso. Estaba claro que Valentine no había vivido realmente allí en años… quizás simplemente lo había dejado allí para que se pudriera, o había acudido sólo muy de vez en cuando, para recorrer los débilmente iluminados pasillos como un fantasma.

  Llegaron a una puerta en el extremo del pasillo y Jace la abrió con un empujón del hombro; luego dejó pasar primero a Clary y luego a Jane al interior de la habitación. Le recordó a la biblioteca del Instituto, las mismas paredes repletas con una hilera tras otra de libros, las mismas escalas montadas sobre ruedecitas para poder alcanzar los estantes elevados. El techo era plano y con vigas, aunque no cónico, y no había escritorio. Cortinas de terciopelo verde con los pliegues espolvoreados de polvo blanco colgaban sobre ventanas que alternaban vidrios de cristal verde y azul. A la luz de la luna centelleaban como escarcha de colores. Al otro lado del cristal todo estaba negro.

  —¿Esto es la biblioteca? —preguntó Jane en un susurro, aunque no estaba segura de por qué susurraba.

  Jace miraba más allá de ellas, con los ojos oscurecidos por los recuerdos.

  —Acostumbraba a sentarme en ese asiento empotrado bajo la ventana y leía lo que mi padre me hubiera asignado ese día. Idiomas diferentes en días diferentes… francés el sábado, inglés el domingo… aunque no consigo recordar ahora qué día era el del latín, si el lunes o el martes… No puedo recordarlo — finalizó clavando la vista en la oscuridad.

—No importa, Jace —le dijo Clary, tocándole el hombro.

  —Supongo que no.

  Se sacudió, como si despertara de un sueño, y cruzó la habitación, con la luz mágica iluminándole el camino. Se arrodilló para inspeccionar una hilera de libros y se enderezó con uno de ellos en la mano.

  —Recetas sencillas para amas de casa —dijo—. Aquí está.

  La pelirroja cruzó a toda prisa la habitación y lo tomó de sus manos. Era un libro de aspecto corriente con una tapa azul, polvoriento, como todo en la casa. Cuando lo abrió, el polvo se levantó en masa desde las páginas igual que una congregación de polillas.

  Habían cortado un agujero grande y cuadrado en el centro del libro y, encajado en el agujero igual que una gema en un engaste, había un volumen más pequeño, del tamaño aproximado de un libro de bolsillo, encuadernado en cuero blanco con el título en latín impreso en letras doradas. Jane se acercó a ellos y reconoció las palabras que significaban «blanco» y «libro», pero cuando Clary lo alzó fuera de allí y lo abrió, descubrió con sorpresa que las páginas estaban cubiertas de una escritura tenue de trazos largos y delgados en un idioma que no consiguieron comprender.

  —Griego —dijo Jace, mirando por encima de su hombro—. De la variedad antigua.

  —¿Puedes leerlo? — preguntó Jane.

  —No con facilidad —admitió él—. Han pasado años. Pero Magnus podrá, imagino.

Cerró el libro y lo deslizó dentro del bolsillo del abrigo verde de Clary antes de volverse de nuevo hacia los estantes y rozar apenas con los dedos las hileras de libros.

  —¿Hay alguno que quieras llevarte? —preguntó Clary con delicadeza—. Si quieres…

  Jace rió y dejó caer la mano.

  —Sólo se me permitía leer lo que se me asignaba —dijo—. Algunos de los estantes contenían libros que ni siquiera se me permitía tocar. —Señaló una hilera de libros, más arriba, encuadernados en idéntico cuero marrón—. Leí uno de ellos en una ocasión, cuando tenía unos seis años, simplemente para ver a qué venía tanto alboroto. Resultó ser un diario que mantenía mi padre. Sobre mí. Notas sobre «Mi hijo, Jonathan Christopher». Me azotó con su cinturón cuando descubrió que lo había leído. En realidad, fue la primera vez que supe que tenía un segundo nombre.

  —Bueno, Valentine no está aquí ahora — dijo Jane.

  —Jane… —Empezó a decir Jace, con una nota de advertencia en la voz: pero ella ya había alargado el brazo arriba y sacado de un violento tirón uno de los libros del estante prohibido, arrojándolo al suelo.

  —¡Jane!

  —¡Ah, vamos!

  Volvió a hacerlo, derribando otro libro, y luego otro. Volutas de polvo se alzaban de las páginas a medida que chocaban contra el suelo.

  —Ahora tú.

  Jace la contempló durante un instante, y luego una media sonrisa asomó burlona en la comisura de su boca. Alzó el brazo, lo pasó por el estante y arrojó al suelo el resto de libros con un fuerte estrépito. Rio… y luego se interrumpió, alzando la cabeza, como un gato que irguiera las orejas ante un sonido distante.

  —¿Oyes eso?

  «Oír, ¿qué?», estuvo a punto de preguntar Jane, pero se contuvo. Sí que había un sonido, que aumentaba en intensidad: un runruneo y un chirrido agudos, como el sonido de una maquinaria poniéndose en marcha. El sonido parecía provenir del interior de la pared. Dio un involuntario paso atrás justo en el momento en que las piedras que tenían delante se deslizaban hacia atrás con un chillido quejoso y herrumbroso. Una abertura apareció tras las piedras: una especie de entrada, toscamente abierta en la pared.

Más allá de la entrada había una escalera que descendía a la oscuridad.

Ciudad de Cristal ( III )Donde viven las historias. Descúbrelo ahora