V E I N T I T R E S

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1 de enero de 1963

Nuestra casa actual no es nada comparada con la que solíamos tener en Boston. Es significativamente más pequeña pero la ausencia de adornos ociosos, como los que amaba mi suegra, otorga a la vivienda un aspecto amplio y ordenado. En esta época del año Barclay ha querido seguir la tradición occidental y hemos decorado las estancias principales de adornos navideños. También hemos tenido una cena copiosa y hemos brindado por la entrada en el año nuevo. Ha sido algo sencillo y poco grandioso, éramos solo tres, Sophie se estaba quedando dormida desde las nueve de la noche y yo nunca he sido especialmente devota a esta tradición occidental. Mi marido, el único realmente emocionado, ha acabado sentado en uno de los sofás con una copa de champán vacía en la mano.

―¿Quieres que te eche más? ― le pregunto suavemente. Estoy recostada sobre uno de los sillones, frunciendo una manta contra la garganta. Tengo ganas de quitarme el vestido e irme a la cama, pues hoy ha sido un día de trabajo como otro cualquiera y estoy cansada. Pero no muevo ni un solo músculo para no desatar la furia intempestiva de mi marido, a quien le encuentro tremendamente nostálgico. Echa de menos a su madre, su casa, su antigua vida... Y yo no soy capaz de sentarme a su lado y consolarle.

―Voy a salir ―dice de repente poniéndose en pie. Deja la copa sobre la mesa de cristal con tan poco cuidado que el sonido estrepitoso me hace dar un respingo. ― Volveré tarde.

―¿A dónde vas? ―me levanto, apartando la manta de mi cuerpo todavía frío.

―Con mis compañeros, a algún sitio que... No sé, cualquier sitio será mejor que esto.

Lejos de molestarme su repentina huida, me inunda una sensación de tranquilidad al estar por fin sola, sin la presencia de un marido que controla mis movimientos sin ni siquiera ser consciente de ello. No es que Berclay me privase de nada, pero en cuanto se va me siento más libre, más animada, incluso más ociosa. Recojo la vajilla sucia, lavo los platos, cubiertos y vasos a mano, paso la escoba a conciencia, vuelvo a colocar el centro de mesa con motivos florales en su lugar y me paso una última vez por la habitación de la niña para asegurarme de que sigue dormida y bien arropada.

Es entonces, cuando estoy en mi habitación y estoy a punto de bajarme la cremallera del vestido, cuando me percato de las luces parpadeantes de un coche situado justo enfrente de nuestra casa. Me acerco a la ventana dispuesta a correr la cortina para evitar que algún pervertido tenga vistas inaceptables de mi cuerpo pero al ver el automóvil más de cerca, débilmente iluminado por la luz de una farola, me quedo quieta. El modelo es parecido, el color podría ser el mismo... Taehyung abre la puerta del piloto y la cierra tras de sí, mirándome directamente con una sonrisa inocente en los labios.

―Estás loco, ¿qué haces presentándote en mi casa a estas horas? ― le chillo lo más silenciosamente que puedo cuando abro la verja del jardín. Taehyung está esperando justo delante y parece que no le importa lo más mínimo mi preocupación exacerbada.

―Tu marido no está.

―Eso no lo sabes.

―No habrías abierto si estuviera ―replica con una sonrisa altiva. Me muerdo el labio inferior porque no sé qué decirle. Es una completa locura que haya venido hasta aquí, si mi marido se entera...

Barclay no sabe absolutamente nada sobre la existencia de Taehyung, la cual se quedó anclada en las cartas que me enviaba casi diez años atrás. Ni siquiera creo que recuerde su nombre, porque no se ha vuelto a mencionar desde entonces. Aun así, independientemente de cuál sea su nombre, es un hombre. Un hombre que ha venido a visitar a una mujer casada de madrugada. Barclay se volvería loco.

―Tienes que irte, puede volver en cualquier momento ―me hago la dura, miro hacia el interior de la casa y detrás de él, hacia la calle desierta donde su coche es el único aparcado.

―Mi cumpleaños fue hace dos días, no me voy a ir hasta que me felicites ―se inclina hacia mí y sonríe con la inocencia que siempre ha tenido entremezclada con las habilidades de seducción que ha ido descubriendo con los años. Sí, sé perfectamente que hace dos días fue su cumpleaños, de hecho quise felicitarle en la oficina pero me enteré de que se había cogido días libres para visitar a su familia en Busan.

―Felicidades ―le digo dulcemente, arrastrando las sílabas para que las saboree bien. Él sonríe, cierra los ojos y asiente satisfecho. ―Te compré un regalo.

―¿De verdad? ¿Dónde está? ―su emoción instantánea me arranca una carcajada. Puede que después me arrepienta de haber alargado su visita, pero en el este momento estoy tan ilusionada como él de entregarle su regalo.

Lo tengo guardado en el fondo de la nevera, donde sé que Barclay nunca husmearía, preparado para llevarlo a la oficina al día siguiente. Olfateo un poco al sacarlo y pongo una mueca al percatarme del olor a frutas y yogurt que desprende. Cuando vuelvo al jardín me encuentro a Taehyung sentado en uno de los columpios infantiles y se ve ridículamente grande sobre la tabla de madera antigua –los columpios ya estaban cuando compramos la casa– y sus hombros casi no entran entre las dos cadenas de hierro que ascienden hasta la barra superior horizontal.

―Es solo un detalle ―le digo sentándome en el columpio a su lado y entregándole la pequeña caja de bombones de chocolate blanco. Es de una de las chocolaterías más prestigiosas de la ciudad, sus dulces son sabrosos y se terminan antes de haberles dado el primer mordisco consciente. Taheyung los comparte conmigo, ambos llenando nuestros mofletes del sabor dulce del cacao.

Hemos estado juntos muchas veces antes, pero siempre en la oficina o en un ratito corto después de mi salida del trabajo o una rápida conversación al inicio de la jornada o en un paseo apresurado en el que nos encontramos haciendo recados. Se puede decir que esta es la primera vez que hablamos largo y tendido, y esta vez no nos preguntamos por nuestras vidas actuales, ni por mi matrimonio, ni por sus viajes. Esta vez contamos anécdotas divertidas que uno recuerda mejor que el otro, decimos los chistes que sabemos que al otro le harán reír, incluso cantamos algunas canciones de nuestra infancia. Nuestra conversación parece estar en clave, un idioma diferente que nadie podría entender. Nadie podría reírse como nosotros lo hacemos ni nadie podría tararear nuestras melodías. Este es el lenguaje que hemos creado, el que no podemos hablar con nadie más en el mundo, el que he estado echando de menos todos estos años...

Nos hemos vuelto descuidados, hablamos alto y reímos todavía más fuerte. No me doy cuenta de que Berclay ha llegado a casa hasta que le veo por el rabillo del ojo y me levanto del columpio como una muñeca de resorte.

Tras la Guerra || KTHDonde viven las historias. Descúbrelo ahora