V E I N T I C I N C O

34 4 4
                                    

1 de marzo de 1963

Es miércoles por la mañana, el tenue sol invernal brilla ahora en el cenit, despejado de las abundantes nubes que llevan escondiendo la estrella durante más de una semana. El cemento que pavimenta las carreteras, aun levemente mojado por la tormenta nocturna, reluce formando pequeños destellos de luces de múltiples colores. El frío hibernal ha dado hoy una tregua, como si también la meteorología quisiera celebrar la festividad nacional.

Sohpia camina de mi mano dando pequeños saltitos. Ambas disfrutamos de nuestro día libre, como muchos compatriotas que aprovechan el día nacional del movimiento de independencia para arreglar asuntos pendientes, darse un tiempo para sí mismos o simplemente salir a pasear con sus seres queridos. Es una festividad de la que la mayoría –especialmente los más jóvenes –ha olvidado su origen y sus consecuencias: lo único que tenemos en cuenta es que es día de descanso.

Dado que mi marido no se rige por las festividades de Corea y por lo tanto hoy tiene que trabajar, he decidido salir con Sophia a un parque que han abierto nuevo, casi en el otro extremo de la ciudad, y que tras su larga remodelación se anticipa que sea precioso y divertido para los más pequeños. En efecto, cuando llegamos me percato de los múltiples columpios y juegos infantiles, así como de los puestos de comida rápida frente a los cuales aguardan largas colas de madres, padres e hijos emocionados. El parque es frondoso, dotado de cientos de cerezos que en tan solo unas pocas semanas más dejarán una imagen espléndida de tonos rosas y ocres. Sohpia y yo caminamos un rato, aunque empieza protestar a medio camino y la acabo dejando correr hacia el parque de juegos donde un montón de niños se pelean por subirse a un caballo de madera de considerables dimensiones.

Tomo asiento en uno de los bancos más cercanos a donde mi hija juega y la miro constantemente: cómo interacciona con los demás niños, cómo se ríe, cómo protesta, cómo lucha por lo que quiere conseguir, cómo se aburre de ello en cuestión de segundos... Hago un esfuerzo por recordar cómo era yo a su edad, pero me es imposible recordar nada tan lejano. No sé si a esa corta edad era mandona, o llorona, u obediente, o cantarina... Lo único que recuerdo –más bien, siento –es ser profundamente amada. Recuerdo el amor de mis padres, aunque no consiga evocar sus formas. ¿Qué hacían por mí? ¿Cuántos besos me daban en un día? ¿Me sujetaban la mano al caminar, como ahora hago yo con mi hija? ¿Me curaban las heridas cuando me raspaba? Me es imposible recordarlo, pero sí que puedo sentir el amor. Es extraño como podemos olvidar todo menos la sensación de habernos sentido amados. Extraño y maravilloso a la vez. No puedo sino preguntarme –y desear con la misma intensidad –si mi hija también recordará en su adultez el amor que le tengo.

De pronto, una voz me saca de mis cavilaciones.

―Disculpe, ¿me puedo sentar a su lado?

El estilo formal con el que se ha dirigido a mí no me impide reconocerle: su voz es diferente a la de cualquier otro hombre, masculina y melódica, grave y suave. O quizás simplemente la tengo demasiado bien memorizada. El asunto es que toma asiento a mi lado en el banco de madera, dejando un espacio prudencial entre los dos, apoya un codo en el respaldo y se cruza de piernas. Sus pantalones de traje marrón moca forman unos finos pliegues en las zonas del reverso de la rodilla y me los quedo mirando durante unos absurdos largos segundos porque no soy capaz de dirigirle la mirada todavía.

―¿Qué haces aquí? ―pregunto al cabo. Me esfuerzo en ocultar que estoy nerviosa, pasando las palmas de la mano sigilosamente sobre mi cazadora para limpiar el sudor que emana de ellas y fijando la mirada en mi hija. Ella ríe con otro niño más pequeño que ella, levantando las palmas y haciendo sonidos de excitación que desde aquí soy capaz de identificar. El hombre a mi lado no dice nada ni tampoco se mueve ni un ápice. Ha clavado la mirada en algún punto lejano y desde luego no me ha dedicado ni un momento de su campo visual. ― ¿Qué haces aquí?

Tras la Guerra || KTHDonde viven las historias. Descúbrelo ahora