13 de noviembre de 1963
Inmediatamente después de volver a casa me he encontrado en una encrucijada dolorosa donde intento discernir lo buena o mala persona que soy. La decisión que tomé aquel día y lo que continuó a aquella encendida iniciativa ha alterado mi raciocinio hasta convertirlo en una flamante masa oscura y volátil de pensamientos que me culpabilizan y me comprenden a partes iguales. Encima de la campana extractora de la cocina, al lado izquierdo del reloj metálico, la cabeza representada en madera de Cristo crucificado me infunde una culpa terrible y el corazón me pesa lleno de una emoción desagradable. Todo lo que he hecho durante estas semanas ha sido un intento desesperado por redimirme de mis pecados, me he ocupado de cientos de tareas y las he ejecutado con la perfección más impoluta para retomar de alguna forma esas cualidades de mujer y esposa perfecta que había perdido de un plumazo en manos de otro hombre. También me han ayudado a ocupar mi mente y aturdirla de tareas y trivialidades para no permitirme pensar ni por un segundo en lo que había hecho. Pero lejos de lograr una rendición, parece estarme hundiendo más en la miseria.
He pasado toda la tarde ayudando a mi hija con los deberes del colegio. Aunque pequeña, es muy trabajadora y le encantan todas las actividades que impliquen crear cosas: desde caligrafía hasta dibujos. Puede pasarse horas sentada llenando hojas en blanco y siempre me muestra sus creaciones con orgullo, haciendo sonar su voz con un timbre de triunfo. Esta vez, a diferencia de las anteriores, ha querido que yo la ayudase a hacer un dibujo un poco más complicado que había visto en la cubierta de un libro y que se le estaba resistiendo, y yo he desplegado mis pobres dotes artísticas para participar en su ilustración. Cuando su padre ha llegado a casa después del trabajo le ha hecho ilusión enseñárselo a él, así que ha corrido a su lado y ha soltado un tachán antes de darle la hoja de papel que escondía tras la espalda.
―Muy bien hija, muy bonito ―su voz es fría y tediosa, lo cual resulta extraño en comparación con sus palabras. Nuestra hija, que tampoco ha debido de entender si su padre está orgulloso o no de ella, continúa diciendo:
―Mamá me ha ayudado.
Barclay no me mira y se limita a emitir un chasquido de desaprobación con la lengua antes de perderse por el pasillo. Tomo una bocanada de aire y alargo el brazo hacia mi hija invitándola a sentarse en mi regazo y luego añado en un tono conciliador:
―Es un dibujo muy bonito, cariño, estoy segura de que a Papá le ha encantado.
Más tarde, a la hora de la cena, ha quedado patente el humor que mi marido traía consigo. Como de costumbre, sacaba a colación temas políticos y militares que me resultaban terriblemente tediosos y aunque siempre intentara cambiar el rumbo de la conversación a temas relacionados con la niña él siempre retomaba su verborrea y nos hacía escucharle. Generalmente no solía responderle más que rápidos monosílabos que le daban la razón y eso a él solía satisfacerle, pues su mayor afán era hablar sin parar y sin ser interrumpido. Pero esta vez las cosas fueron diferentes. Acababa de dar una tenue afirmación respecto a algo que estaba contando cuando súbitamente ha soltado los cubiertos y el estrépito ha sido prolongado por un grito.
―¡Joder, mujer! ― la expresión de alarma se dibuja en la cara de mi hija, quien apenas ha abierto la boca desde que hemos empezado a comer. ― ¿Quieres dejar de darme la razón como a los tontos? Siempre es igual, no eres capaz de decir nada más que interjecciones estúpidas y asentimientos de cabeza ridículos. Un niño de dos años sabe tener mejores conversaciones que tú.
―Es que yo no sé mucho de estas cosas ―me defiendo, aunque sus palabras me han dejado asombrada y aturdida. Siento que devuelvo el último bocado de comida.
―No, tú no sabes mucho de nada. Si no sabes tener una conversación no te sientes con nosotros a comer, maldita sea ―fluctúo la mirada entre mi plato y mi hija, que se ha quedado pálida y tiene los ojos muy abiertos y brillantes de emoción. Barclay continúa farfullando cosas que no logro comprender y parece que su enfado sigue creciendo con mi silencio hasta que me agarra de un brazo y me levanta ―. Ya está, fuera de mi vista. Si vas a estar callada puedes estarlo en el salón. ¿Sabes? Esta es la maldita razón por la que nunca te invito a cenar con las parejas de mis amigos, porque me dejarías en vergüenza con esos comentarios tuyos tan nimios y breves. ¡Serías el hazmerreír de toda la mesa! Maldita idiota.
Agarrada del brazo me aparta de la cocina hasta sacarme de ella y luego me empuja el plato de comida contra el estómago haciendo que se derrame toda la salsa en mi vestido y en el suelo.
―Luego eso lo limpias bien, eh. Que eso sí lo sabes hacer, cariño ―escupe con una mueca de falsa consideración y simpatía para luego darme el empujón final que me aleja del umbral de la cocina.
Me quedo congelada por unos largos segundos en los que solo oigo las pulsaciones de mi corazón desbocado y mi respiración acelerada. El resquemor de mis ojos me da la voz de alarma, me quiero sumir en un llanto que justifica mucho más de lo que acaba de pasar. Lloraría por muchas más cosas de las que sería capaz de pronunciar en voz alta. Me siento humillada, infravalorada y repudiada. Me siento tan pequeña que creo todas las cosas que él me ha dicho y, efectivamente, admito que no tengo ningún instinto de autoprotección. Podría pasarme por encima y yo le dejaría. O al menos eso es lo que pienso cuando me quedo sola con un plato de comida en una mano y un líquido pegajoso en los dedos de la otra.
―Mamá...― me asombro cuando mi hija sale de la cocina y me abraza por detrás, desde su altura. Me doy la vuelta y veo que tiene lágrimas en los ojos.
―Lo siento cariño, no deberías haber escuchado eso ―me deshago del plazo y cojo a mi hija en brazos intentando calmarla. La llevo al jardín, porque quiero estar lo más lejos posible de mi marido, y aunque hace un poco de frío las dos nos calmamos abrazadas en el asiento de madera del porche.
Sohpia se queda dormida en mis brazos embriagada por un olor a salsa agridulce. Mientras acaricio su pelo me doy cuenta de que estoy llorando y no es por la humillación sufrida hace un rato, sino por la extrema soledad en la que me veo sumida. Lo único que realmente tengo es a mi hija, la pobre criatura que crece gloriosamente en una familia incapaz de sustentar las bases adecuadas del compromiso, del amor y de los cuidados. Pero aparte de ella no tengo nada más valioso. Mi matrimonio es un fracaso y ese tipo de amor del que antes podía prescindir ahora me resulta una terrible necesidad que me aprieta las entrañas. Ahora que sé lo que es sentirse amada y valorada me veo sufriendo de una forma más profunda, más anhelante. ¿Soy un monstruo por condenar mis deseos o lo soy por dejarme llevar por ellos? Esas conversaciones existencialistas conmigo misma me dan un respiro por unos momentos y me dejo llevar por el impulso de llamarle y preguntarle algo imposible: ¿puedo ir allí contigo? ¿Puedo resguardarme en tu amor?
Al final no hago nada.
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Tras la Guerra || KTH
Fanfiction1950, las tropas norcoreanas traspasan el paralelo 38 dando inicio a una de las contiendas más sanguinarias de la historia, la Guerra de Corea. Park Hyori huye con su familia hacia el sur del país, donde consiguen alojamiento en una granja a las afu...