T R E I N T A I C U A T R O

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17 de enero de 1963

La noticia me ha cogido desprevenida, magnificando así la oscuridad de mis miedos y soledades. Esa decisión, macerada en la mente de mi marido durante los últimos meses, ha soterrado cualquier germen de felicidad que yo me hubiera podido crear respecto a mi vida y a mi retorno al mundo laboral. Barclay lo ha anunciado cuando le he propuesto delicadamente que estaba dispuesta a retomar mi trabajo en el periódico, ya que la ausencia de mi madre liberaba algunos espacios en mi antes apretadísima agenda.

―No te va a hacer falta ningún trabajo, nos mudamos ―ha respondido con total naturalidad mientras se desprende de los gemelos de su camisa. Acabamos de llegar del médico, una revisión trimestral de su hombro que se ha golpeado a principios del año pasado. Este día, de forma excepcional, me ha pedido que le acompañara.

―¿Nos mudamos? ―su asentimiento me deja helada y unos sudores fríos me atraviesan la espalda. Por unos segundos me imagino volviendo a Estados Unidos pero el mero pensamiento me hace querer gritar de la angustia. ― ¿A dónde?

―Vietnam ―responde lacónico y no es hasta que le miro con ojos inquisidores y alarmados que decide continuar ―. No hay ninguna razón para quedarnos aquí, tu madre ha muerto.

―Pero allí hay una guerra ―digo rememorando las entradas del periódico que tuve que traducir en las que se hacía referencia a la llamada Guerra de Vietnam.

―Muy bien, veo que sabes algo sobre el mundo ―espeta en un tono burlesco que paso por alto. Mientras le miro expectante él se quita la camisa y veo su fibrosa espalda en la que destaca un gran lunar de medidas alarmantes sobre la región izquierda lumbar. ― Sabrás entonces que se necesitan contingentes, y yo he enviado solicitud a mis superiores para poder participar. Aquí poco estoy sirviendo a mi país. Por supuesto, me la han aceptado e incluso tendrán en cuenta mi predisposición patriota y militar a la hora de participar en esta guerra.

―¿Y qué será de mí? ¿Y de tu hija?

―Estaréis a salvo.

―No creo que ir a un país en guerra pueda significar, ni remotamente, estar a salvo ―espeto con contundencia, algo bastante inusual en mí. Barlcay se gira sorprendido por mi súbito carácter, pero está lo suficientemente tranquilo como para seguir desnudándose.

―No caen bombas por todo el país, querida. Hay zonas seguras en las que podréis vivir.

―Aún si eso fuera cierto, me sigue pareciendo demasiado peligroso. Estás metiendo a tu hija en un país en guerra ―alego con un falso tono de seguridad que esconde el verdadero pavor que me está causando la idea de mudarnos allí.

―¿Y qué más opciones tengo? Mi obligación es ir allí y vosotras no os podéis quedar aquí solas. ― Balbuceo reproches y contestaciones, cualquier cosa que se me pasa por la cabeza tiene más sentido que lo que él está diciendo. Pero en el fondo sé que no hay nada que le vaya a hacer cambiar de opinión, al menos nada que yo diga. ― Basta, la decisión ya está tomada. Nos vamos en dos semanas.

La respiración se me entrecorta y me dejo caer trémulamente sobre el filo de la cama. Barclay pasa por delante y se va al cuarto de baño, dejándome sola y totalmente desolada. No me quiero ir. Tengo mil razones para no querer. Mi marido está loco si verdaderamente piensa que su familia va a estar a salvo en un país en guerra, un país como Vietnam. Ni siquiera creo que haya muchas familias norteamericanas viviendo allí, nos va a llevar a un asentamiento de soldados y coroneles, heridos y locos, valientes y desesperados. ¿Qué vida es esa para una mujer y una niña? Conozco la guerra y sé en qué transforma a los hombres. No temo a las bombas ni a los fusiles, el peligro sería mucho más cercano, mucho más silencioso. Y el dolor, más profundo. No creo que Barclay ni siquiera haya reparado en esa opción, o al menos eso deseo. Pero, ¿por qué tomar esa decisión entonces? ¿Acaso es tan egoísta que no se ha parado a pensar en el sufrimiento que nos causaría a nosotras estar allí? El egoísmo forma parte de él, aunque lo revista a veces de amor. Ningún hombre que amara a su mujer, o a su hija, las arrastraría con él al infierno. Es más, ninguna madre permitiría que se llevaran a su hija a un lugar como aquel.

Me paso los dedos por las mejillas para limpiar los restos de lágrimas y me levanto con energía. Saco una pequeña maleta de debajo de la cama, la misma que llevé a Busan para el funeral de mi madre, abro las cremalleras y empiezo a meter ropa rápidamente. Una falda, una camisa, un par de medias... Ni siquiera soy consciente de lo que estoy haciendo. El pavor me embota el pensamiento y me hace actuar de forma inquieta. Luego voy a la habitación de mi hija y arranco de las perchas algo de ropa, toda la que me puede caber en la maleta. Cuando vuelvo a pasar por el baño escucho el sonido del agua caer y me urjo a darme prisa. Con la maleta llena y cerrada vuelvo a por hija y la pongo en mis brazos de la forma más rápida y cuidadosa posible. Ella se queja suavemente pero aún está dormida. Con la niña en un brazo y la maleta en otro bajo las escaleras de casa. Quiero coger algunas cosas del salón pero me percato de que el grifo de la ducha se ha cortado. El miedo me abrasa, me invade el sudor, me tiemblan las rodillas. Si me encuentra así ahora no hay nada que pueda salvarme, me daría una paliza y se llevaría a nuestra hija a la guerra. Así de despiadado es.

Abro la puerta y corro por el jardín. Luego abro la valla y sigo corriendo, como puedo, por las calles ya oscuras. Sohpia se ha despertado y no para de hacer preguntas. La agarro fuerte mientras prometo que no hay de qué preocuparse, aunque yo misma esté hundida en el terror y en la desesperación. La maleta me va dando golpes en las piernas con todo su peso y eventualmente me hace tropezar y caer al suelo. Sohpia llora, quiere volver a casa. Yo lloro, tenemos que huir. Me pongo de pie y cojo de nuevo la maleta, abandonando los zapatos porque se ha roto uno de los tacones. Sophia vuelve a mis brazos pero esta vez noto su miedo, sabe que algo malo está pasando. Patalea contra mi torso y llora muy alto, un sonido que en mitad de la noche es alarmante. La suplico constantemente que se tranquilice, pero es en vano, ambas estamos muy exaltadas y mi llanto parece sonar casi tan alto como el suyo.

Cuando por fin llegamos a esa puerta me siento más humillada que nunca. Sin zapatos, con las medias tan rotas que me las podría quitar de un tirón, con el brazo rojo por el asa de la maleta que se ha abierto en un lateral y del que algunas prendas sobresalen, con mi hija en mis brazos sollozando, la cara llena de mocos y la camiseta levantada por la extraña forma en la que la agarro.

―Lo siento, no tenía a dónde ir ―sollozo en un hilo de voz cuando se abre la puerta.

Tras la Guerra || KTHDonde viven las historias. Descúbrelo ahora