V E I N T E

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3 de noviembre de 1962

Cuando vuelvo a casa esa noche me pregunto si de verdad ha pasado. No hay fotografías, ni recibos, ni nada material que lo corrobore. Lo único que realmente tengo es un recuerdo, tan perfecto, tan bien manufacturado y cuyo destino sea probablemente desintegrarse entre la irrealidad de mis sueños.

Cuando cierro los ojos las imágenes aparecen en un orden aleatorio y borroso, pero al mismo tiempo tan vívido. Nos veo caminando por la calle sorteando los charcos de agua, sentándonos en ese restaurante de comida japonesa, su mano alcanzando la mía sobre la mesa que nos separa... Conversaciones llenas de meandros, hablando de todo y de nada. El beso de despedida. Eso lo recuerdo bien. Sus labios se han posado en mi mejilla, aún puedo sentirlo.

Cuando llego a casa lo siento tan irreal que me pregunto si de verdad ha pasado. Apoyo la espalda contra la puerta de entrada y me llevo la mano a mi mejilla derecha. Me pregunto si he estado en ese restaurante, frente a él, o si todo ha sido una ilusión. Pero en mi corazón, nunca me he ido.

***

Hace poco más de tres semanas que he comenzado a trabajar en el periódico El Amanecer como traductora de noticias. Berclay me consiguió este puesto de trabajo dado que solamente era media jornada y estaba bien pagado por la falta de traductores que pudieran encajar en el puesto. El ingreso económico no era desorbitado pero yo no trabajaba exclusivamente por ganar dinero, pues de eso ya se encargaba mi marido, sino por salir de casa y sentirme proactiva.

Todas las mañanas durante tres semanas me presentaba en el periódico después de dejar a Sophie en el colegio y trabajaba sin descanso hasta el mediodía. Tenía tantas tareas que completar al día que apenas tenía tiempo para tomarme un café con mis compañeros, con los que no intercambiaba más palabras que rápidos saludos de cortesía.

―Señorita Hyori ―levanto la vista del papel para encontrarme a un hombre menudo, con ojos pequeños como alfileres y hombros anchos. Le sonrió atentamente. ― Vamos a ir a la cafetería, esperaba que pudiera unirse a nosotros.

Le echo un vistazo a lo que me queda por hacer, lo cual es demasiado. El trabajo, aunque está bien pagado, tiene un grado de exigencia incomprensible. Debo traducir tantas páginas al día como hojas tiene un libro. Aun así, la pequeña interrupción de mi compañero me hace percatarme de mi fatiga y finalmente accedo a tomar un tentempié con ellos.

―¡Pobre! Mira lo cansados que tienes los ojos. Nuestro jefe es muy estricto, pero también es comprensivo, ¿por qué no le propones una redistribución del trabajo? ― me dice una compañera con la que llevo poco más de cinco minutos hablando. Aparenta prácticamente mi edad, es muy habladora y tiene una voz grave que acompaña de múltiples aspavientos. Se está tomando el segundo café mientras hablamos.

―He empezado hace poco tiempo, no podría proponer tal cosa ―niego con la cabeza restándole importancia. ― Además solo es media jornada, me acostumbraré pronto.

La conversación cambia de rumbo pero fluye fácilmente y pronto me encuentro rodeada de cuatro compañeros con los que las palabras me salen solas. Cruzo las piernas sentada en la silla de plástico de la cafetería y caliento mis manos sujetando la pequeña taza de café mientras les presto atención, suelto alguna carcajada de cortesía y hago pequeños comentarios. El tiempo pasa volando y cuando vuelvo a mi escritorio me percato de que de ninguna forma podré terminar todas las traducciones asignadas para hoy. A duras penas consigo completarlas normalmente.

Decido hablar con el jefe de sección y le comunico la situación. Me siento algo avergonzada y bajo la cabeza esperando una reprimenda.

―Señorita, esas traducciones deben estar para esta misma noche. Tienen que ser seleccionadas, editadas y publicadas mañana ―mi jefe no alza la voz y oculta la molestia tras un tono firme y suave. Le he visto siendo rudo con muchos otros compañeros pero conmigo tiene un trato diferente, más apacible, más coqueto se podría decir. Alguna que otra vez le he pillado mirando mis piernas cubiertas por faldas y sus ojos siempre parecen posarse en mí más de lo estipulado como socialmente apropiado. ― Señorita Hyori, las necesito tener listas hoy. Debe quedarse hasta terminarlas.

―Debo ir a recoger a mi hija al colegio ―me disculpo con lástima y levanto la cabeza para ver su reacción. La revelación no le deja indiferente, pero se traga el nudo de la garganta e intenta no revelar su descomposición.

―Entonces vendrá en el turno de tarde, después de comer.

A Berclay no le gusta la idea, suelta distintas clases de improperios hacia mi trabajo y hace referencia a lo cansada que suelo llegar todos los días. Creo que no le fascina el hecho de que su mujer tenga un trabajo, para él sería suficiente que cuidara de la casa, de la niña y de él. Pero afortunadamente no se opone férreamente y acaba permitiéndome que vuelva al periódico para terminar las traducciones y entregarlas a tiempo.

El ambiente durante este horario es muy diferente, hace más frío y la luz natural ya no es suficiente. Pero mi escritorio sigue lleno de hojas y el trabajo que empeño es exactamente el mismo. Me lleva tres horas terminarlo. Al final del día estoy cansada pero orgullosa de mí misma. Estoy terminando de ordenar las hojas cuando el ruido de la sala de oficinas cesa hasta convertirse en un murmullo lejano. Es la primera vez que presencio tal silencio y giro mi cabeza hacia los demás intentando descubrir la razón de ese repentino cambio de actitud. Todos se han metido de lleno en sus quehaceres y el único ruido que sonoriza la sala son las pisadas de los zapatos de un hombre que anuncian su llegada.

Tras la Guerra || KTHDonde viven las historias. Descúbrelo ahora