T R E C E

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2 de enero de 1953

Todas las mañanas recorro la carretera sinuosa a lo largo de la cual se disponen cientos de chabolas medio derruidas, sostenidas con unas infraestructuras de madera que dan muy poca confianza a la estabilidad de las edificaciones. La calzada, que no es más que un camino empedrado que no se ramifica hasta en diez largos kilómetros, suele estar atestada de caminantes, bicicletas y algún que otro coche.

La distancia de nuestra pensión hasta el centro de Busan, andando, que es mi único medio de movilidad, me toma unas dos horas. En esta época del año el frío sibilante me congela las orejas y me cubro con un chal de lana, confeccionado por mí misma, hasta la punta de la nariz, la cual haga lo que haga siempre está roja. Al cabo de un rato entro en calor e incluso noto un sudor frío por mi cuello y espalda.

Durante el camino, ocupo mi pensamiento en la alegría del año nuevo y todavía celebro los diecinueve años que ha cumplido Taehyung hace poco más de cuatro días. Conjeturo sobre cómo habrá pasado su cumpleaños, si le habrán cantado, si notará que es un poco más mayor, si se habrá acordado de mí y de mis felicitaciones.

Cuando llego al pequeño comercio, un establecimiento sencillo y escaso de alimentos, me da la bienvenida el señor para el que trabajo. Son justo las siete de la mañana y el sol comienza a iluminar la tiendecilla, cuya iluminación artificial depende en exclusiva de unas pocas bombillas desnudas desperdigadas desigualmente por el techo.

Las horas se me hacen eternas y mi única satisfacción es escribir bobadas sobre el papel de una servilleta. Supongo que ahí, sentada frente al mostrador, mi instinto recuerda los días que pasaba en la escuela y nostálgicamente quiero reproducirlos.

―¿Y acaso importaba? Si de todos modos ya estaba de rodillas, suplicándome que lo hiciera. Y por supuesto que iba a hacerlo, pero me maravillaba ver su cara implorándome que se lo-...

―Suficiente, Sallow ―escucho una risita grave y alzo la mirada hacia la entrada de la tienda. Dos militares estadounidenses quitándose las gorras de plato mientras entran. ― No debemos asustar a las señoritas.

Estiro la espalda y una especie de mueca risueña se dibuja en mi semblante. No es extraño que los militares estadounidenses visiten la tienda, pues tienen el cuartel general en la misma plaza. Y tampoco es extraña la presencia de estos dos hombres, los cuales se pasan por aquí todos los días sin falta.

―Veo que te gusta mantenerte ocupada ―uno de ellos, el oficial Fernsby, se dirige hacia el mostrador y señala con la cabeza la servilleta llena de garabatos. Siempre, con cada una de sus visitas, busca hacerme sonrojar y acabo retirando el papel rápidamente de su vista.

―Oh, no es nada. Solo son tonterías.

―Lo dudo. Tienes una letra demasiado bonita como para escribir tonterías. Algún día me dejarás leerlo, espero.

Su voz se me antoja excesivamente entusiasmada, acompañada con una sonrisa de medio lado que muestra perfectamente su dentadura. Mis ojos le miran con un agradecimiento tímido, demasiado avergonzado como para aguantarle la mirada más que un par de segundos. El oficial Fernsby suelta una risita.

―Lo seguiré intentando hasta que digas que sí, cariño ―espera una respuesta pero sigo demasiado avergonzada. Apenas soy una niña de dieciocho años frente a un hombre confiado y atrevido que bien puede rozar los treinta. ― Está bien, lo siento. No quiero ponerte nerviosa, a veces hablo sin pensar.

―No se preocupe, está bien... Al menos siento algo cuando usted está aquí, el resto del día es puro aburrimiento ―intento ser simpática y él se ríe haciéndome sentir así.

―Por eso no falto ningún día, un hombre tiene el deber de hacer sentir bien a una mujer. ¿Verdad que sí?

―Sí, supongo ―parece que mi excesiva timidez le causa algún tipo de ternura y vuelve a reírse, esta vez más suavemente.

El oficial Fernsby es el único estadounidense con el que intimo. Es agradable, simpático, habla perfectamente nuestro idioma y siempre tiene algún detalle conmigo. Todo ocurre bajo el amparo de la tiendecilla y con la distancia que el mostrador siempre pone entre nosotros. Algunas veces, cuando salgo a estirar las piernas y a observar a los transeúntes, le veo en las escaleras de su edificio charlando con sus compañeros mientras hace bailar un cigarrillo entre los labios. En cuanto se da cuenta de que mi atención está sobre él sonríe abiertamente y yo vuelvo a mi trabajo.

La primera vez que tenemos un contacto fuera de la tienda es cuando vuelvo a casa después de una jornada laboral de doce horas. El dinero que he ganado esa semana lo llevo guardado en la chaqueta de cachemir, tan solo unas pocas monedas que serán suficientes para tres o cuatro comidas a la semana. Meto la mano en el bolsillo y las aprieto en mi puño. Lo único en lo que pienso es en comprar algo de arroz y darle de comer a mi madre, pues ella cada vez está más débil y se lo achaco principalmente al hambre que pasamos constantemente. Yo me he familiarizado con el rugir de las tripas y la sensación de vacío en el estómago, pero no puedo ver cómo mi madre se encoje y se retuerce por la falta de alimento.

Llevo menos de tres cuartos de hora caminando bajo una lluvia tempestiva y torrencial cuando de repente un coche grande y elegante se detiene a mi lado. El oficial Fernsby abre una de las puertas traseras y antes de que me quiera dar cuenta ha pasado una capa gruesa y verde sobre mis hombros.

―Vamos, déjame que te lleve a casa. Ni siquiera se puede ver con esta lluvia.

Cuando entro en el coche del oficial el ruido de la lluvia parece lejano pero, al mismo tiempo, más fuerte y ruidoso al chocar agresivamente contra la carrocería. Me giro a mirarle, su pelo rubio oscuro, normalmente seccionado elegantemente a la mitad, está ahora cubierto con diminutas gotas de agua. Asimismo, sus cejas oscuras y sus pestañas, que adornan dos ojos almendrados y azules, están mojadas por el agua de la lluvia. Le doy las gracias insistentemente hasta que se cansa de escucharme y después me acurruco en una esquina, aspirando la fragancia fuerte que emana de la capa que aún me rodea.

Cuando llegamos a mi pensión sus ojos se abren más de lo normal, probablemente sorprendido por la extrema pobreza en la que no se imaginaba que vivía, pero conserva el tipo y no hace ningún comentario al respecto. Al día siguiente, cuando viene a verme a la tienda, paga casualmente con algunas monedas de más.

Tras la Guerra || KTHDonde viven las historias. Descúbrelo ahora