V E I N T I O C H O

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22 de septiembre de 1963

Frente a mí se impone el edificio del periódico para el que he estado trabajando durante los últimos meses, casi un año completo. Su arquitectura me parece hoy más grandiosa, con modernas cristaleras y puertas giratorias en la entrada que ponen de sobre aviso la grandeza de la compañía, la cual es, sin lugar a dudas, una de las más adineradas y reconocidas del país. Con los ojos fijados en la entrada rememoro cada mañana en la que he cruzado el umbral, cada día en el que he atravesado esas puertas giratorias que al principio temía y que después acabé disfrutando como si de un divertimento infantil se tratara. Esperar a que llegara tu turno, colarte con los de enfrente, temer que te pise los tobillos la puerta corredera... Esta sería la última vez que pasara por aquella divertida osadía y probablemente la situación ni siquiera me daría la oportunidad para disfrutarla como es debido.

―Te espero aquí. Diez minutos. No te retrases ―anuncia Berclay en un tono que aparenta ser neutro, pero que esconde una amenaza. O mejor dicho, un recordatorio. Las amenazas fueron antes: anoche, los días anteriores, las semanas pasadas. Estás haciendo de nuestra vida un deshecho, había repetido en reiteradas ocasiones. El tiempo para pensárselo había finalizado, debía obligatoriamente dejar el trabajo. Sino, juró, se desharía de mi madre él mismo.

Salgo del coche dando un suave portazo, lo justo para descargar mi tensión pero no para avivar la de mi marido. Con los papeles de renuncia dentro de una fina carpeta que sujeto contra el pecho cruzo las puertas giratorias, la entrada, la gran sala de oficinas, las escaleras anchas y el largo pasillo que conduce hasta la oficina del director del periódico.

―Quisiera hablar con el señor Kim ―le digo a su secretaria.

―Ahora mismo está ocupado, lo siento ― responde ecuánime ella, sin levantar la mirada de los papeles en los que no ha dejado de escribir.

―Es importante, y será solo un momento ―insisto cortésmente. La mujer me lanza una mirada que pretendía ser rápida, incluso de hartazgo, pero sus facciones cambian al reconocerme y estira la espalda contra el asiento.

―Ah sí, Park Hyori, ¿verdad? Un momento, por favor.

La secretaria irrumpe en la oficina y tras unos pocos segundos vuelve a aparecer, me dedica una sonrisa comedida y me indica con la mano que puedo pasar. Cuando atravieso el umbral de la oficina me doy cuenta de la fragilidad de mis piernas y de los latidos fuertes y rápidos de mi corazón, los cuales puedo sentir hasta en las sienes. Puedo notar, incluso, sus contracciones dolorosamente ruidosas y palpables. Las manos me sudan y temo arruinar la carpeta que porta los documentos con los que estoy firmando mi sentencia.

―Hyori ―una sonrisa relampaguea en el rostro de Taehyung. No se esperaba verme. Frente a él tiene dos montañas de papeles, una bastante más pequeña que la otra, sobre la que posa una pluma negra con destellos dorados cuando se levanta. ― ¿Qué necesitas?

Es un acontecimiento extraño que me presente en su despacho, pero debe serlo más aún mi aspecto inseguro y mi claro nerviosismo. Nunca he sido especialmente buena para ocultar mis estados de ánimo y desde luego no podría salir nunca indemne de su imparable escrutinio.

―Solo debía entregarte una cosa ―me acerco a la mesa y le hago entrega de la carpeta. Afortunadamente, me percato, no hay evidencias del sudor de mis manos ni de la tensión de mis puños. Taehyung la mira con extrañeza, el ceño bien fruncido. Le detengo cuando hace el amago de abrir la carpeta. ―Míralo cuando yo me haya ido, por favor.

―¿De qué se trata esto, Hyori? ―insiste, aún reticente de dejar el documento en algún sitio de la mesa, lejos de sus manos curiosas. Me mira pidiendo respuestas, como un jefe miraría a un subordinado.

Tras la Guerra || KTHDonde viven las historias. Descúbrelo ahora