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Los días pasaban y pasaban sin noticias de nada ni de nadie. No había vuelto a ver a Zev, ni a su hermano, ni a Iván. A absolutamente nadie. Me encontraba escondida en una casa de campo perteneciente a mi familia, a las afueras de la ciudad. Allí nadie me podría hacer nada. Allí estaba tranquila. Tan sólo la naturaleza y yo.
La casa era muy cómoda, estaba adaptada para cualquier necesidad. Tiene de todo. Es increíblemente grande y bien amueblada. Los tonos pasteles de las paredes combinan perfectamente con el oscuro roble de los muebles y con las baldosas de mármol que adornaban el suelo. Era perfecta. Tenía cuatro habitaciones, tres cuartos de baño, dos cocinas, una sala de estar, un comedor, un cuarto de juegos, otro que básicamente solo se usa para guardar las cosas que no solemos usar, cuatro balcones, una terraza y un enorme patio, en el que, a pocos metros, hay una piscina climatizada. Lo que yo decía, perfecta. La casa en sí estaba rodeada de verdes pastos y un pequeño camino de piedrecitas blancas pequeñas que daban a unas enormes puertas negras, donde habían dos cámaras de seguridad y varios carteles anunciando que hay alarma con aviso a la policía y sobre las cámaras de grabación las veinticuatro horas de los siete días de la semana. De puertas hacia fuera, había un gran camino de tierra rojiza, con alguna que otra piedra de por medio. Y, conduciendo a una velocidad moderada, en una media hora o tres cuartos de hora, llegabas a mi antiguo barrio. Justo lo que necesitaba. Algo seguro, tranquilo, solo y alejado. Cerca no hay más viviendas ni nada por el estilo. Es más, un poco más adelante, perteneciente a esta misma finca, hay un pequeño lago con un muelle y una casita pequeña junto a él en la que guardabamos las cosas de la piscina, toallas, algunos trajes de baño, cremas solares y demás. La casita tenía dos habitaciones, una en la que guardabamos todo eso y otra que era un pequeño cuarto de baño, con una ducha, un váter, un lavabo, un armario junto a él y justo encima, un gran espejo, en el que de pequeña, siempre miraba mi reflejo, cogía el rollo de papel higiénico y lo usaba a modo de micrófono. Cosas de niños, supongo.
Volver a ver esa casa, trajo a mi mente miles de recuerdos. Recuerdos que no quería volver a ver. Dolorosos. Tristes. Horribles. Y... se desbloquearon otros... otros que no sabía ni que existían...
- Papi, ¿ qué vamos a hacer aquí? -
- Papa necesita probar unos experimentos pero... se ha quedado sin ratas de laboratorio, ¿ te gustaría ser la prueba viviente de los grandes avances de tu padre? Me haría muy feliz, cielo. Yo no te voy a obligar a nada que no quieras hacer. -
- No sé, papa... - no pude continuar hablando ya que la palma de su mano impactó fuertemente contra mi mejilla, provocando que las lágrimas inundasen mis grandes ojos.
- ¡ No vuelvas a negarle absolutamente nada a tu padre! ¿¡ Te queda claro, niña estúpida!? - bociferó echo una fiera.
- S-si, papa-
- Así me gusta cariño, ahora ven aquí, vamos a empezar con esto cuanto antes y, si te portas bien, quizá con suerte no tienes que volver aquí - sonrió cínicamente al decir las últimas palabras.
Un intenso miedo recorrió todo mi ser en cero coma dos. Yo ya sabía que aquello no acabaría bien. Era notorio. Aquella no sería mi última vez por allí.

InefableDonde viven las historias. Descúbrelo ahora