Adivina: Piensa en tu médico favorito y un dios que quiere matarte. "James"

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Logramos llegar a la pasarela. Mis músculos me dolían mucho y estaba lleno de cortes y arañazos. Bajo mis pies se extendía la ciudad de San Francisco, como una arrugada colcha de verde y gris. El puente Golden Gate, en los límites de la ciudad estaba cubierto de niebla.

Los cuervos no estaban por ninguna parte. También había neblina cubriendo la cima de la Torre Sutro. Todavía me preocupaba que de repente se lanzaran en picada para intentar tirarnos.

Al final de la pasarela estaba el contenedor. Era una enorme caja de metal como las que cargan en los barcos. El olor de las rosas que dijo Meg hace un rato era real y parecía venir de aquella caja. Lester dio un paso hacia ella y de inmediato trastabilló.

—Cuidado —lo sujeté del brazo.

Reyna también le ayudó. En cuanto ella lo tocó, sentí un empujón de energía. Era el poder que tenía como hija de Bellona, recuerdo que nuestro amigo Gibran nos habló de ello.

—Estoy bien —mintió mi padre, lo conocía lo suficiente para adivinarlo.

—Necesitas atención médica —dijo Reyna—. Tu cara es un show de terror.

—Gracias —respondió sarcástico.

—Yo me encargo —dije—. Yo me encargo de todos.

De mi mochila tomé mi equipo médico y me puse a trabajar. Meg también trajo algunas provisiones y juntos, ella como mi enfermera, limpiamos las heridas de todos y las cubrimos con gasas y vendas. Algunas heridas requerían sutura, pues eran muy profundas; hace mucho tiempo que aprendí a coser mis propias heridas, incluso las del brazo, pero no fue necesario porque Reyna me ayudó con eso.

Compartí un poco de néctar con las chicas, con mi padre no, porque de lo contrario explotaría en llamas.

Meg se dio vuelta hacia el contenedor cuando terminé con ella, todavía tenía un geranio atorado en el cabello y la falda de su vestido estaba hecha jirones, como tiras de algas marinas.

—¿Qué es eso? —preguntó Meg—. ¿Qué hace aquí y por qué huele a rosas?

El contenedor estaba escondido contra las vigas y a comparación con ellas se veía pequeño y cercano, pero la pasarela medía unos veinte metros de largo. Una serie cables de bronce celestial salían del contenedor y se enroscaban por las vigas hasta conectar con las antenas de radio, teléfono y las cajas de fusibles, prácticamente confirmando mi teoría.  Las puertas estaban casi selladas, no sólo con los seguros habituales de acero, sino también con cadenas de oro imperial.

—¿Alguna idea? —preguntó Reyna.

—Intentar entrar al contenedor —respondió Apolo—. Es una terrible idea, pero es la única que tengo.

—Sí —dije—. Vayamos antes de que los cuervos vuelvan por más.

Meg y yo fuimos primero. Ella desenvainó sus espadas y yo mi arco. Caminamos unos veinte pies cuando algo me hizo detenerme abruptamente. Algo se sentía extraño, la temperatura disminuyó, el olor a rosas se intensificó y por alguna razón experimenté una enorme ansiedad.

Meg se giró hacia Lester y Reyna.

—Chicos, ¿soy.... o esto... siente extraño?

—¿Qué dijiste, Meg? —preguntó Apolo.

Yo también me sentí extrañado, no sabía bien por qué, pero creo que Meg se había comido palabras en su oración.

—Hay algo mal —dije—. Se siente frío y pesado.

Según yo, las palabras salieron bien, pero mis compañeros no parecieron entender tampoco. Reyna y Apolo se miraron e intercambiaron palabras que no logré oír.

No es fácil ser un semidiós. Parte III. Ojalá que sea la última.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora