Exiliados. "Hannah"

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Mientras atendía las heridas de Harald y Erica, Hannah se dio cuenta que no le fue tan mal como al Escribano. La runa los había transportado cerca del Monte del Diablo, a unos cuantos kilómetros de Berkeley y el Campamento Júpiter. Desde ahí tenían una buena vista de las montañas, pero la magia ocultaba el valle del Pequeño Tíber y no era posible ver cómo terminó todo.

Hannah ya sabía que la batalla se perdió para el Triunvirato. Calígula le había encargado vigilar la Colina de los Templos junto a dos germanos, para que cuando Apolo intentara hacer la invocación, destruir los restos de Harpócrates frustrando así su intento de convocar ayuda del Olimpo. Sin embargo, desde que llegaron a California, Hannah se había asqueado de la crueldad del César y estaba harta de él.

Por eso cuando vio al corcel de Hazel Levesque, se alejó hacia la columna más alejada del templo.

—Esperen aquí —dijo a los germanos—. Vamos a flanquearlo.

No cuestionaron la indicación, pues el emperador les había ordenado que hicieran lo que Hannah dijera. Cuando estuvo fuera de su vista, tomó uno de los dientes de dragón de su bolsa y lo enterró en el suelo, a continuación sacó su daga, aquella que su madre le obsequió al salir del Inframundo, aquella Tzamn reparó...

—No puedo mirar atrás —se dijo. 

Puso la hoja de la daga sobre la palma de la mano y la cerró, apretando el arma. Inspiró y sacó la daga como si su mano fuera la vaina, de inmediato sintió la humedad de la sangre y el ardor como miles de piquetes diminutos sobre la piel abierta. Bajó la mano y, presionando el puño con fuerza, regó la tierra donde plantó el diente de dragón. Hubo un ligero temblor y de la tierra salió él una vez más. 

Hannah no podía evitar reconstruir el rostro de su anterior amor. Reemplazaba la asquerosa y gelatinosa sustancia gris por músculos, órganos y piel para el esqueleto; lo vestía con un traje inglés de los años cuarenta en lugar del andrajoso y sucio uniforme nazi que portaba. Por último, le dibujaba una sonrisa cálida y amorosa, ambos rodeados por aquel bello jardín donde él le declarara su amor por vez primera. Rodrik alguna vez le pareció perfecto para ella, cuando Hannah era una dama polaca en 1935, cuando estaba viva...

Rodrik estaba de frente y aunque con sus cuencas vacías uno diría que no podría verla, lo cierto es que todos los muertos tenían una percepción perfecta de su alrededor, de día o de noche, en la niebla o bajo el agua, aunque no se puedan mover bien bajo esta. El spartus esperaba sus órdenes, ella señaló con el dedo a los dos germanos que la acompañaron. 

—Acaba con ellos —indicó con frialdad—. En silencio. 

Rodrik metió la mano en su caja torácica y se arrancó una costilla. En cuestión de unos segundos acortó la distancia hacia sus objetivos y sin hacer el mínimo ruido los eliminó de un solo movimiento. Regresó a ella. Era lo que ella más odiaba y lo que mejor se sentía de aquella experiencia, como una sátira del pasado hermoso, escrita por el mismísimo putrefacto presente que tenía en frente. El spartus se arrodilló y tomando su mano derecha, inclinó la cabeza y tocó el dorso de la mano de Hannah con lo que alguna vez fueran sus labios. Acto seguido, se hundió una vez más en la tierra. 

Hannah cayó de rodillas sollozando, con el temor de que no la escuchara el cíclope, pues tenían un agudo oído. Odiaba con toda su alma usar los dientes, sin importar el tiempo que había transcurrido y las acciones de Rodrik en vida, Hannah no podía evitar remembrar los preciosos momentos que vivieron antes de la guerra. Cada vez que emergía de las profundidades del Erebo y aguardaba impasible por sus próximas órdenes, a ella se le rompía el corazón. Y cuando le besaba la mano, su piel recordaba perfectamente la sensación de sus vivos y cálidos labios, pero los ojos de Hannah deseaban con fuerza que volviera al Inframundo. 

No es fácil ser un semidiós. Parte III. Ojalá que sea la última.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora