EL BEBÉ Y LA LAGUNA

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[Esta obra está protegida por derechos de autor. Cualquier copia o adaptación sin mi autorización será sancionada]

Era una de esas noches en las que nadie cuerdo se atrevería a cruzar el camino hacia la laguna de Mucubají, los vientos soplaban huracanados, hacía un frío atroz y la oscuridad se derramaba como si el mismísimo espíritu de la laguna abrazara el mundo. Pero Soledad no actuaba por voluntad propia, y su delicada figura arropada por una holgada ruana negra se abría paso entre los ásperos frailejones y la hierba sin ningún temor.

—Ya voy —susurró a la nada.

En sus manos sostenía una cesta de mimbre con un bebé dormido.

Aquél recién nacido soñaba con ese mundo en el que estuvo seguro por nueve meses, ahora estaba a merced de su madre, la mujer que lo balanceaba en esa cuna improvisada y no parecía preocuparse por su seguridad.

Soledad alcanzó la laguna y se arrodilló en la orilla. Contempló la serenidad de su bebé, parecía tan complacido y distante, una criatura hermosa, y útil para el ser que la había llamado a servirlo.

—Tu nombre será Chía, como tu padre llama a la luna —lo besó en la frente—. Que los Cheses te bendigan, mi amor.

Dejó la cesta en la orilla y el soplo del viento la condujo adonde la luz de la luna se reflejaba, solo entonces el pequeño despertó de su letargo y lloriqueó, en sus ojos perlados se recortó la imagen de esa luna altiva en el cenit de su cielo y las pupilas se le volvieron grises.

Entonces ocurrió, el agua se coló por entre el mimbre e inundó su cuerpecito tembloroso, sus gritos incipientes se elevaron por el cielo estrellado, temblaron sus manitos débiles, hundiéndose, hasta que quedaron sumergidas en la laguna y sus súplicas fueron apagadas en un gorgoteo, solo el eco de su llanto permaneció por unos instantes.

Soledad observaba la laguna, impermutable, con la mente perdida en los momentos de placer que compartía con el espíritu casi hombre de Mucubají, hasta que la exaltó la exclamación de un niño detrás de ella.

—¡Mamá!

Soledad se volvió horrorizada y vio el rostro pálido de su primogénito a unos metros de distancia, para aquella fecha era de ocho años, tenía los puños engarrotados y derramaba lágrimas. Detrás de él apareció de la penumbra un misterioso cóndor negro que caminaba como un ser humano, sus fulgurantes ojos amarillos proyectaban luz al rostro de la mujer, a quien veía fijamente.

—¿Zuhé? —Soledad ahogó un grito—. ¿Tú lo trajiste? —le preguntó a la enorme ave.

—¿Por qué mamá? —Exclamó el pequeño sin darle importancia a las palabras de Soledad— ¿por qué soltaste a mi hermanito en la laguna.

¡Hola, amig@s!

Este capítulo podemos verlo como un epílogo o una antesala.

Conectará con el final del libro

y será clave para entender muchas cosas.

Sé que parece bastante cruel.

¿Tú qué piensas de lo que ha hecho Soledad?

Lagunas y DemoniosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora