RECUERDOS

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La cabaña se encontraba a tres minutos de distancia del hotel, en un pintoresco bosque de robustos cedros que predominaban sobre los abedules enanos y una sección de lirios rojos que decoraban la entrada. Hacía un frío implacable, Gregory se abotonó la chaqueta y apoyó su espalda sobre la puerta a la espera del niño de ojos grises.

Gregory volvió al tiempo en que tenía ocho años y jugaba con carritos de plomo, le gustaba trepar árboles y... odiaba a Camila, esa chica nueva que era como de su edad y todos trataban como a una reina, debía ser una mimada, "claro, como es la hija del dueño se cree muy importante y no me habla, pues bien, ni me importa". En varias oportunidades deslizó insectos muertos bajo la puerta de ella y esperó oír sus gritos de horror. Una vez, cuando llegó con piojos de su escuela, la visitó con un tarro de fondue de chocolate que había hecho su madre. Estaba seguro que Camila le tenía miedo así que no creyó que Camila fuera a recibirle el obsequio, pero tenía la seguridad que al estar cerca de ella le contagiaría los piojos y por eso se acercó. Su sorpresa fue que Camila no solo agarró el tarro, sino que también lo invitó a pasar. Gregory se sintió tan confuso y apenado que dio media vuelta y se echó a correr.

Esa noche después de cenar deambuló por los recovecos del hotel sosteniendo un avioncito de plomo. De pronto un sonido extraño trajo a Gregory de vuelta a la realidad, en el closet de la lavandería se escuchaban suspiros, susurros, un tamborileo. Se le avecinó tan lentamente como le permitía su curiosidad y sin ningún preámbulo, abrió. Allí estaba Camila, sentada sobre una pila de toallas, cepillando el cabello de una muñeca y llorando. Tenía el rostro arrebolado y sus ojitos tristes apuraban lágrimas que paraban en las mejillas.

—¿Estás bien? —preguntó el niño tímidamente.

—¿Aún no se han dado cuenta que me perdí, verdad? —dijo ella y se sacudió la nariz.

Camila le explicó que se había escondido con el propósito de llamar la atención de su madre adoptiva, Diana, y que llevaba más de tres horas esperando que la buscara, pero que muy en el fondo sabía que era en vano, que Diana no la quería y a menos que transcurriera mucho rato, no la iba a extrañar.

—No digas eso —Gregory le enjugó una lágrima con los nudillos sin querer, le dio un poco de vergüenza pero notó que la chica le sonreía y se le pasó—. Estoy seguro que te quiere mucho, te da de todo, ¿no?

—Yo solo quiero una familia. ¿Por qué no me da eso?

Abrazó al perplejo Gregory y escondió su cabeza en el suéter. El contacto con un cuerpo cálido que recibiera su nostalgia la hizo llorar con mayor fuerza y dejó fluir todas sus emociones convertidas en lágrimas. El niño la estrechó, no sabía qué hacer, pero sentía que su mera presencia la podía ayudar.

—Yo... puedo ser tu familia —dijo y se sintió arrepentido por haberla juzgado mal.

—¿Mi familia? —se echó para atrás y le dedicó una sonrisa melancólica—, ¿cómo es eso?

—Bueno, considérate desde ahora mi hermana —alzó las mejillas.

Gregory sonrió al recordar esas cosas, deseaba con toda el alma que su amiga se recuperara pronto y saliera de peligro y estaba dispuesto a hacer lo que fuese necesario para salvarla.

—Cuánto has crecido —escuchó que decía una voz de dama desde alguna parte del bosque. Era una voz familiar, cargada de fuerza y pretensión. La voz de un fantasma, de alguien que no debía estar existir y que se presentaba en el peor de los momentos.

Lagunas y DemoniosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora