LA PROTESTA

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El gas lacrimógeno le entró por las fosas nasales y el picor recorrió sus pulmones. María José quiso cerrar los ojos creyendo que así los protegería y dejaría de lagrimar, pero se esforzó por mantenerlos abiertos, así fuese achinados, para alcanzar a su asustado amiguito y sacarlo de allí.

La expresión de Zuhé era de una sorpresa absoluta. No tosía, no gritaba, no se frotaba los ojos. Estaba allí, de pie junto a la estatua, tal vez suspendido en sus pensamientos o en el miedo. María José lo tomó del brazo y lo acercó un poco más a la estatua, pensó salir corriendo con él, pero decenas de personas inundaban el bulevar como la corriente de un río furioso y tuvo miedo de terminar arrastrada. Decidió entonces que era mejor refugiarse detrás de los petroleros mientras se calmaba el bullicio y le alzó el cuello de la franela del chico hasta el tabique para que no siguiera respirando el gas, luego alzó el suyo, cerró los ojos, abrazó a Zuhé y se agachó.

Los ruidos eran de pesadilla; disparos, gente que lloraba, gente que gritaba, pitos agudos, cornetas, pasos desesperados. María José se preguntó dónde estarían Camila y Gregory en ese momento, había dejado de verlos cuando ingresaron al tumulto de protestantes y le pidió a Dios que los tuviera a salvo.

Le ardían los ojos, le ardían los labios, tosía. La chica había sentido los síntomas del gas en otras dos oportunidades, la primera, cuando se quedó encerrada en la universidad mientras la guardia reprimía a sus compañeros. La segunda, mientras visitaba a su odontólogo y un grupo de protesta se había reunido en las cercanías. Había hecho lo mismo ambas veces, se había cubierto la nariz con la ropa y había sufrido el malestar lacrimógeno hasta que el peligro hubo pasado... no tenía por qué ser diferente esta vez y cuando el bullicio se detuviese, María José huiría lejos con Zuhé. Todo iba a estar bien, Dios no permitiría que nada malo le ocurriera, en eso pensaba una y otra vez para calmarse.

Sintió que la tomaban del hombro y un escalofrío le recorrió la espalda.

—Soy yo, tranquila —le dijo Gregory—. La tonta de Camila se puso a tirarles piedras a los guardias y nos están persiguiendo. ¡Vámonos!

—No, no —replicó María José. Estaba aterida de miedo y no podía pensar lógicamente y tampoco se daba cuenta que la turba se había esfumado—. Quedémonos aquí. Todo va a pasar.

—¿Te volviste loca? ¡La guardia viene por nosotros!

—¡Tenemos que irnos! —Suplicó Camila—. María José, ¡levántate! —Intentó auparla pero ella se resistió.

—No, no, no. Quedémonos aquí.

María José escuchó un llanto apagado y dirigió la vista a Zuhé. Largos hilos de lágrimas corrían por sus mejillas y el niño sollozaba pausadamente. No parecía llorar de miedo o desespero, sino de una genuina melancolía provocada por un gran dolor emocional. Aquella imagen desconsoladora la hizo despertar y por fin entendió la urgencia de huir. Se irguió con prestancia y sujetando al niño, salió corriendo junto a sus amigos. Echó un vistazo hacia la avenida los Jarabillos y vio a tres policías nacionales con escudos y metralletas cruzando hacia ellos. Quiso gritar y aceleró el paso, casi los podía sentir tomándola de la espalda, tirándola sobre los adoquines y golpeándola hasta el desmayo, como había visto en videos que hacían con los muchos protestantes que caían en sus manos.

Encontraron una intersección, solo debían cruzarla y estarían momentáneamente a salvo. María José escucho las amenazas de los policías y luego el sonido seco de disparos cortando el aire. Después de haber atravesado la intersección, intentó comprobar con la mano izquierda si la habían alcanzado los perdigones, para su fortuna estaba bien. Miró a Zuhé, él tampoco había sido afectado, ni tampoco Camila. En cambio Gregory tenía tres manchas sanguinolentas en la parte baja de la espalda y corría con los dientes apretados.

Lagunas y DemoniosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora