María José quería montar a caballo el día de su décimo segundo cumpleaños. Su padrastro Maximiliano Montelvier no conocía un mejor lugar para llenar sus expectativas que el parque Sierra Nevada, ¿cómo se iba a imaginar que justo en ese lugar, y ese mismo día, se avecinaba una tragedia?
Castigado por un clima frío y alejado del bullicio de la ciudad, el parque Sierra Nevada ostentaba un paisaje encantador pintado con hierba verde, rocas y tierra. Las prominentes colinas estaban vestidas de arbustos y manchadas con frailejones y delicadas flores amarillas y a lo lejos se extendían sierras infinitas, de montañas picudas que habitaban el cielo.
El principal atractivo eran sus misteriosas lagunas, cuyas leyendas inmemoriales y su belleza atraían la atención de cientos de turistas al año y provocaban el respeto de sus habitantes.
La primera laguna con la que María José se topó fue Mucubají, un vasto espejo negro que reflejaba la silueta invertida de las colinas circundantes y un muelle de madera que lo recorría desde la orilla. Misteriosa, oscura y escalofriantemente hermosa, María José se sintió atraída a mirar las aguas y olvidarse del mundo. Se recostó a un muro de piedras alejado por no más de cinco metros y no prestó atención a los visitantes que pasaban de un lado al otro, tomándose fotos y contemplando la laguna. Su padrastro se encontraba a la izquierda y hacía comentarios sobre lo mucho que lamentaba que Carolina, su esposa y madre de María José, se hubiera quedado en casa aquejada de un leve dolor de cabeza.
—De lo que se está perdiendo tu madre —comentaba—. No importa, volveremos en lo que nazca tu hermanito.
María José no lo escuchaba, Mucubají había capturado todos sus sentidos, si su padrastro hubiera observado su mirada perpleja y perdida se habría asustado, pero estaba ensimismado en su monólogo y era otro hombre, uno a la derecha de su hija, quien notaba la abstracción silente de la chica.
—No debes mirar a la laguna por tanto tiempo —dijo el hombre haciéndola reaccionar. Era blanco, nariz chata, cabellos cortos plateados y vestía una extraña toga negra—, son aguas encantadas y si las miras por mucho rato pueden atraerte a ellas y ahogarte.
—María José, ven acá —replicó Maximiliano y luego se dirigió al señor—. Le pido, por favor, que no cuente esas mentiras a la niña —dijo a la defensiva.
—Es la verdad —su voz era grave y pulcra, de una dicción exagerada que lo hacía parecer de otra época—. Cada diez años las tres lagunas encantadas de este parque reclaman el alma de una persona, ya ese tiempo culminó y cualquiera puede ser su próxima víctima.
—Vamos hija —Maximiliano la asió suavemente de la mano.
—Ya voy, Max —miró al desconocido, cuyos ojos azules despedían una incalculable dureza y le llamó la atención una cadena de oro que le colgaba del cuello, el dije era el símbolo de un águila dorada con dos cabezas y sus alas se curvaban formando un círculo—. ¿Cómo elige a la víctima, señor?
—El ser que habita la laguna emerge y la selecciona. Tal vez está entre nosotros ahora mismo con su disfraz de humano, pero no puede permanecer por fuera más de diez minutos al día, después de eso vuelve a la laguna y adquiere la forma de un tiburón de cola prolongada, o por lo menos así lo describen quienes lo han logrado ver.
—Suficiente —replicó Maximiliano y condujo a la chica por un camino de asfalto—. Lo que dijo ese hombre no es cierto —espetó mientras caminaba—. Esos seres de la laguna no existen, son fantasías. No le creas, debe estar loco.
María José asintió no porque hubiese estado de acuerdo con Max, sino para complacerlo, ella sí creía que bajo la laguna había un ser mágico, lo había sentido al ver las aguas y ningún comentario de su padrastro podría borrar las sensaciones misteriosas que Mucubají le había transmitido.
Dejaron atrás una casa blanca que era el centro de turistas y atravesaron un enorme arco de piedras, detrás de él, quedaba un establo para la recreación de los visitantes. Un anciano que era el cuidador se les acercó y les preguntó si deseaban alquilar algún caballo, María José los examinó, eligió a un alazán nervioso de hocico duro y se montó ayudada por su padre y el cuidador.
Maximiliano se alejó para tomarle una foto con su cámara desechable y pensó que la amaba como si fuera su propia hija y no los separara la sangre, él lo sabía en su corazón, esa jovencita pelirroja de mirada fugaz era más suya por haberla criado que de su verdadero padre.
—Sonríe amor —le pidió mientras capturaba la última imagen de niña feliz que vería en su vida— te tomaré otra y me subo contigo al caballo.
No tuvo tiempo de hundir el obturador cuando lo sobresaltó el grito lejano de unas personas. Se dio vuelta y vio por el centro de turistas a unas mujeres saltando despavoridas y algunos hombres pisoteando algo.
—¿Qué pasa? —Se preguntó en voz alta.
Otro grito lo perturbó, esta vez era de María José y le estaba pidiendo que mirara hacia abajo.
De la tierra, emergían gusanos blancos como hormigas saliendo de sus madrigueras, Max intentó aplastar con su zapato tantos como podía, pero eran demasiados y aparecían mucho más rápido de lo que lograba golpearlos, retorcían sus cuerpos viscosos y se movían a todas direcciones, como asustados por algo, como si presagiaran el desastre que se aproximaba.
—Nunca había visto estos gusanos —comentó el encargado del establo zapateándolos también—Ven niña, vamos a bajarte —le extendió los brazos.
—¡No quiero! —Sacudió la cabeza—, abajo están esos bichos.
El caballo daba relinchos ahogados y temblaba, los gusanos reptaron por sus pesuñas y al sentirlos escalando se alzó en dos patas para deshacerse de ellos y por poco tumba a su amazona, mas María José se sujetó a las riendas y se sostuvo con éxito.
Miró por encima de la cabeza del animal y vio horrorizada en la lejanía a aquél hombre de cabellos plateados que le habló, estaba caminando sobre la laguna y se sumergía poco a poco, como si bajara los peldaños de una escalera. La chica gritó.
El encargado y Maximiliano se acercaron para apaciguar al caballo, pero aún faltaba algo peor.
Las aves se desperdigaron y el suelo se sacudió movido por una fuerza sísmica impetuosa, no hubo ser vivo sobre aquellas tierras que no percibiera ese movimiento espeluznante que siempre venía acompañado por tragedias y muertes.
Gritos desgarradores se agolpaban, gente en pánico salía del centro de turistas buscando refugio en el exterior, en una escena que amenazaba con ser el final de muchas vidas.
Ya nada podría apacentar al caballo, que salió desperdigado en un sórdido relincho, volteando los ojos a todas partes.
A Maximiliano no le importó el terremoto, salió corriendo detrás del animal que llevaba rehén a su pequeña y arrojó la cámara a un lado, como si se librara de algún peso para andar más a prisa.
María José sentía el corazón en la garganta, pensaba en si sería buena idea lanzarse del caballo o si por ello moriría. Vio el arco del establo desplomarse y a Maximiliano persiguiéndola a todo pulmón y sintió deseos de llorar por lo que estaba ocurriendo. Anhelaba que Max la alcanzara y echarse a sus brazos, pero sabía que a menos que el alazán se detuviera, no lo iba a lograr.
—¡Papi, papi!
—¡No te asustes princesa! —gritaba sin cesar, escuchándose cada vez más lejos.
Hasta que... ya no se percibió más la voz de Maximiliano, ni el quejidodel suelo agitándose.
¡Hola, amig@s!
¿Qué les pareció el ambiente y la manera
de describir las situaciones?
Y este personaje extraño que le habla a María
sobre los misterios de las lagunas,
¿Creen que volverá a aparecer en la historia?
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Lagunas y Demonios
FantasíaEn los alrededores del parque Sierra Nevada alguien desaparece cada diez años. Los habitantes de la región atribuyen dicho fenómeno a los Cabruncos, encantos de las lagunas capaces de atraerte a ellos y hacerte perder la razón para siempre. Algo así...