ZUHÉ Y EL ESCLAVO DE LA LAGUNA

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Zuhé alzó el colchón de su cama y descubrió dos dagas de mangos negros y afiladas hojas de piedra embadurnadas de crema de cacao, estaban ahí como la fuente se lo había recomendado para que se protegiera de los monstruos del páramo que podían irrumpir la colina en cualquier hora de la noche, en ese momento, serían su arma contra un esclavo de Krogten.

Las empuñó una en cada mano y después salió de la recámara, atravesó el pasillo con cautela y pisó el primer peldaño escuchando la respiración del animal bajo la cocina, moderó la intensidad de sus pasos y armado de valor, dio un salto antes de llegar al penúltimo escalón.

Inspeccionó con cuidado la cocina, estaba vacía y silenciosa.

Zuhé sintió una sustancia viscosa deslizándosele por la frente, la enjugó con sus dedos, era pegajosa y tenía aspecto de baba mezclada con algo rojo, se peinó el cabello y sus manos lamieron más de la sustancia. Alzó la mirada y allí estaba el grolium, colgando del techo con sus afiladísimas garras. Se estaba mordiendo el estómago y se abría largas heridas por las que destilaban su sangre y su baba.

Zuhé no podía entender por qué esa cosa se dañaba a sí misma, daba la impresión de que disfrutaba arrancarse la piel con sus peligrosos colmillos. Zuhé aprovechó su distracción y le disparó una de las dagas, pero el grolium la esquivó y el filo se clavó en el techo.

El animal absorbió con su garganta las luces sumiendo el interior de la colina en espesas tinieblas y se abalanzó sobre el joven. Zuhé sabía que si el grolium le propinaba un solo mordisco su saliva somnífera lo adormilaría al instante y no podría seguir dando pelea, sin embargo el monstruo, controlado por Krogten, se sentía tan aventajado que no usó los dientes, sino las garras, con la intención de prolongar aún más el sufrimiento del chico.

Presa de una descarga de dolorosos rasguños, Zuhé se sintió poseído por la ansiedad de su ceguera y el ardor de la piel, sintió el peso del monstruo desgarrándole la espalda y esgrimió su única daga contra él, pero la criatura lo eludió ágilmente y continuó clavándole las uñas en sus extremidades. Zuhé gritó, pero no del dolor, sino de la rabia que sentía por no lograr asir al grolium, tenía que hacer algo pronto o la bestia lo atacaría hasta verlo muerto, fue entonces cuando recitó mentalmente un mantra en la lengua de los Cheses, no supo cómo la sabía, ni por qué se manifestaba en su memoria con tal claridad, lo encontró similar a las palabras que había dicho su madre y causó el mismo efecto: apretó en una niebla oscura al grolium y, aunque Zuhé no lo veía, el poder que había salido de sus entrañas le indicó sensitivamente el lugar exacto donde clavar su daga para atinar con la barriga del animal.

El grolium escupió las luces y volvió la claridad a la colina. Frente a Zuhé, la criatura oscilaba en vilo en una niebla negra, idéntica a la que su madre había conjurado. El corazón le latió desbocado y lleno de preguntas, eso no era posible, su madre poseía algunos poderes de Mucubají porque prácticamente vivía en ese lugar de tinieblas, pero él no, aquello lo horrorizó, él no debía tener esa habilidad maligna.

Desclavó la hoja de piedra del grolium y lo empujó hacia la pared para terminarlo de matar, pero la criatura se zafó de la niebla, cayó en el suelo y empezó a engordar.

Su contextura se ensanchaba y le crecían las patas, los dientes, las pesuñas, los bigotes, todo él parecía un globo que se inflaba e inflaba. Zuhé se encontró paralizado ante la forma monstruosa que cada vez intimidaba más. El niño sacudió la cabeza como si se deshiciera de la sorpresa y corrió a clavarle la daga.

El grolium emitió un rugido estridente, con una intensidad tal que despegó al chico del suelo y lo tiró contra la mesa. Zuhé estuvo a punto de perder el conocimiento, pero su voluntad inextinguible le concedió la fuerza necesaria para levantarse.

¿Qué ser es este? Se preguntó. El animal se comía los tallos que sobresalían en el suelo, agitaba la cabeza y se revolvía, tal vez incómodo de su propio peso, parecía querer caminar y no poder hacerlo y sus rugidos guturales se habían vuelto chillidos de gato en apuros, de pronto, sucedió lo inesperado, a una mayor velocidad que la de su ensanchamiento, el grolium regresó a su tamaño original, botando por la boca un líquido pastoso y amarillento que se esparció por todo el recinto.

Cuando la sustancia tocó los pies de Zuhé un inmenso ardor le quemó la piel, casi pudo escuchar sus tejidos chamuscándose, soltó un grito de dolor y se subió a la mesa, frotó sus pies sobre la superficie de madera y sintió un alivio momentáneo, pero se le habían formado unas ampollas que al contacto con el aire le escocieron.

Soportando el dolor, dio un vistazo al grolium, se encontraba apostado a la pared, a unos dos pasos de las escaleras, parecía muerto o desmayado. No, estaba muerto, sus ojos vidriosos y su inmovilidad lo comprobaban.

Se preguntó cómo iba a cruzar el camino ácido que había dejado el grolium y pensó en improvisar algo para cubrirse los pies. Extendió la mano hacia la alacena que tenía a la derecha, agarró un puñado de cebolla larga y se las amarró a los pies, no estaba seguro si esa sería suficiente protección contra la sustancia, de manera que agarró cinco platos de arcilla que estaban a un lado de la mesa y situó uno de ellos sobre suelo. El ácido empezó a quemar la arcilla lentamente, Zuhé supo que tendría tiempo de equilibrarse sobre el plato antes de que desapareciera entre los girones de humo y se lanzó cuidando de no caerse, la cebolla protegió sus pies de la superficie caliente por unos instantes, pero cuando había puesto el otro plato delante de él ya empezaba a quemarle y debió apresurarse en saltar antes de que la arcilla se hubiera desecho del todo.

Entre poner un platillo sobre el suelo ácido y caminar hacia otro no tenía más de siete segundos, tiempo suficiente para realizar la tarea sin inconvenientes, pero cuando se le agotaron los platos y solo llevaba la mitad del trayecto, el tiempo le pareció escaso para pensar en otra cosa y se vio obligado a salvar la ardiente infusión con los pies envueltos en cebolla.

Corrió desbocado. La cebolla empezó a descomponerse cuando iba por el cuarto paso y aún le faltaban unos diez más para alcanzar las escaleras, así que se adelantó con todas sus fuerzas y logró llegar al primer escalón justo cuando el último tallo de cebolla estaba por desaparecer.

Zuhé subió a la habitación intentando acostumbrarse al escozor que le había quedado en los pies y le dejaría cicatrices de por vida.

—¡Mamá! —exclamó ascendiendo por los peldaños de tierra que llevan al tope de la colina—, ya estamos libres de peligro, ven abajo y dime lo que debo hacer con el grolium. ¿Qué hacemos... mamá?

Cuando llegó al cenit de su ascensión, vio que la puerta estaba abierta de par en par y que, su madre, se había fugado sin dejar rastro.

Zuhé salió y observó con atención todos los rincones de ese vasto páramo, el sol había llegado al ocaso y el viento se amainó a una simple brisa, apenas suficiente para balancear con suavidad la vegetación y traer un débil suspiro de alguna parte, tal vez de la pequeña María José, frágil e inocente al gran mal que se cernía sobre ella.

—María José —se llevó las manos a la cabeza—. ¡Mamá me engañó! ¿Por qué confié en ella? —Apretó los dientes con la fuerza de su rabia. Tenía que encontrarla y traerla de vuelta costara lo que costara.

Un caballo se aproximaba desde el horizonte, Zuhé supo que se trataba del corcel que había traído rehén, como una casualidad providencial, a su amiga. El animal inclinó su hocico ante él y mientras lo acariciaba, Zuhé notó que sus ojos rutilaban destellos dorados.

El chico se montó al caballo y en ese instante apareció en el cielo un enorme cóndor negro de una envergadura de más de tres metros. Zuhé lo conocía porque lo había conducido a la laguna de Mucubají la vez en que su madre ofrendó su hermanito recién nacido a Krogten y ahora que algo similar estaba sucediendo se manifestaba de nuevo.

Lagunas y DemoniosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora