CLAUS ABENDROTH

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Los parientes de Claus siempre habían estado inmiscuidos en política; su padre había sido senador y su madre, ministro de finanzas. Casi todos los miembros de su familia en Alemania ocupaban cargos de poder y sus padres le habían brindado una educación de altura para que él no fuera la excepción. Antes de entrar a la universidad, Claus dominaba el inglés, francés, español y sabía un poco de árabe, tocaba muy bien el el piano, era campeón de cricket y recitaba versos de la República de Platón que había aprendido de memoria. La única cosa que Claus nunca tuvo, fue la libertad de una infancia tranquila. Jamás jugó con carritos, ni visitó parques de diversiones, circos o zoológicos, sus padres no tenían tiempo para eso, y él tampoco, su formación académica era prioridad.

Con un título en leyes y otro en relaciones internaciones Claus pisó Venezuela por primera vez, estaba embriagado con sueños de grandeza y aspiraba ser nombrado embajador algún día. Lo que definitivamente no estaba en sus planes, era arruinar su futuro con un embarazo.

Su trabajo como asesor de prensa y asuntos políticos de la embajada alemana le exigía pasar largos periodos en diferentes ciudades, en todas ellas tenía una novia que lo recibía como marinero y lo despedía con la esperanza de verlo una vez más. Él las convencía de su amor con galantería y un romance eterno que solo se quedaba en palabras. Al saber que Carolina, su chica merideña, estaba embarazada de María José, terminó con ella y le dijo que se haría cargo de la niña a distancia, que vería de su economía pero que no planeaba ni casarse ni formar un hogar.

Antes de cumplir su promesa y darle más que el apellido, Claus se mudó a Áfica donde fue Director General del Ministerio Federal de Relaciones Exteriores, desde entonces se avocó al trabajo político y se olvidó por completo de su hija, le resultaba más atractivo escalar posiciones y obtener el éxito en su carrera que cuidar de una niña de la que no sabía nada. Pero nadie en el mundo está exento a cambiar de opinión y lo que un día se aborrece, con el tiempo puede terminar deseándose y para que Claus deseara ser padre le bastó con ser nombrado embajador de Alemania en Venezuela. Una vez que vio su sueño realizado, sintió que era momento de tener una familia.

Se casó con Diana, la hermana de su secretaria, una mujer vanidosa y estéril que le propuso adoptar a un niño o niña con edad suficiente para no tener que cambiarle pañales ni enseñarle a pronunciar correctamente las palabras.

La casa hogar Santa Inés les envió a una niña de ocho llamada Camila, sus enormes ojos café le recordaron a Claus a aquella mujer que dejó embarazada en Mérida, y los años siguientes, mientras criaba a esa chica que no llevaba su sangre, se preguntó día y noche qué sería de la criatura que dejó abandonada, cómo se llamaría y qué habría hecho con su vida. En cuanto usó sus contactos para hallarla, le informaron que estaba perdida y que a una semana de su desaparición, algunos la daban por muerta.

—Lo siento mucho, María José —le dijo al verla cerca—. Sé que debes estar asustada y molesta, pero por favor escúchame. No imaginas la tristeza que sentí al saber que habías desaparecido, yo mismo aún no puedo perdonarme por haberte abandonado, así que no te voy a pedir que me perdones tú de una vez, pero quisiera compensarte mis faltas y de aquí al futuro darte todos los cuidados y la protección que necesitas y, por su puesto, mi cariño. Por favor, ven conmigo y dame la oportunidad de ganarme tu aprecio... Te lo pido de corazón.

Ante ella había dos hombres parados al lado de una reluciente camioneta negra, uno llevaba puesto smoking y gafas de sol y su postura era rígida como la de una roca, el otro, quien acababa de pronunciar aquél empalagoso discurso, tenía ojos castaños y cabello rojo como el suyo, vestía una pulcra camisa azul celeste y pantalones caqui y tenía los brazos extendidos a la espera de algún gesto de cariño. En verdad Claus no parecía ni la mitad del monstruo que se había figurado, pero jamás podría reemplazar el lugar de Max, él no había curado sus fiebres, no la había enseñado a leer o a escribir, no había estado allí cuando perdió su primer diente ni cuando sacó veinte en su primera exposición en clases. Max, sí.

María José no abrazó a Claus, apartó la vista de él y se dirigió al puesto trasero de la camioneta, el hombre de lentes oscuros le abrió la puerta y la ayudó a entrar y luego hizo lo mismo con su padre.

—Ánimos, jefecito, dele tiempo a la niña —el hombre de lentes oscuros forzó una sonrisa para relajar a Claus.

Lagunas y DemoniosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora