EL HORROR DE GREGORY

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—Ya está cerca —le dijo Zuhé a Camila.

—¿El niño de ojos grises? —Preguntó ella con voz apagada mientras miraba el jardín tras la ventana. Su hermana ya no estaba allí, había dejado de proteger esa entrada a la habitación luego de escuchar el grito de Gregory. ¿Por qué se tardaría tanto en regresar? ¿Se habrían encontrado al niño de ojos de luna? Camila no podía soportar ese estado de debilidad que la obligaba a permanecer tumbada en la cama y quería salir corriendo en busca de su hermana y su amigo.

| —No —respondió el chico con un semblante inexpresivo—. Se acerca la hora —dijo y le puso la mano derecha en el estómago.

La habitación número uno de ese hotel bajo el lago era un tugurio de paredes rasguñadas que en poco se parecía a la habitación original. Por un tragaluz se deslizaba el mortecino rayo de luna que iluminaba los repulsivos cuerpos incompletos de hombres esparcidos por el suelo. Eran tantos que ninguno podría contarlos sin perder demasiado tiempo. A algunos les faltaban extremidades, a otros alguna parte del rostro y los más escalofriantes, tenían de cuatro a ocho brazos, o dos cabezas y cuatro piernas sosteniéndolos, sin torso. María José conocía muy bien la forma de esas cabezas de cabellos rojos como el atardecer, eran similares a su padre, Claus Abendroth.

En el otro extremo de la habitación había una escalera recta de dos tramos que comunicaba con una especie de ático, ninguno de los chicos se le pasó por la cabeza subir, ni si quiera para comprobar que Diana no estuviese arriba.

Gregory cerró la puerta de un golpe, no pretendía seguir observando a esas criaturas penosas revolcándose sobre sus propios horrores, escuchando sus quejidos enrevesados que retumbaban en sus tímpanos.

Un momento, ¿por qué se escuchaban tan cerca si minutos atrás, antes de abrir la habitación, no los escuchaba? Se quedó paralizado, había demasiada oscuridad y no entendía por qué si el pasillo estaba iluminado.

Se dio vuelta lentamente y comprobó que había entrado en la habitación número uno, a pesar de que estaba seguro que no había puesto un pie en ella.

Sorprendido, buscó a María José con la mirada, pero no la encontró, a su alrededor solo había seres monstruosos que aún no se percataban de su presencia y ni rastro de su amiga.

Abrió la puerta que había cerrado hacía poco y se le heló la sangre al notar que tras el umbral no estaba el pasillo, sino el mismo tugurio en el que estaba metido, pero visto desde el ángulo de entrada.

Sintió un ramalazo de ira, estaba seguro que Diana era la culpable de que hubiese aparecido en ese lugar, lo había separado de María José. Sin poder controlar sus emociones dio un golpe a la pared, el granito derruido cedió y todos los monstruos, o por lo menos los que tenían ojos, desviaron sus miradas hediondas hacia él.

Gregory se estremeció y se hizo a un lado para evitar a un ser con dos pies pegados a una cabeza que le saltó encima. Después pateó a un Claus Abendroth sin brazos que buscaba morderlo y después a otro que corría como una fiera con un solo brazo y un solo pié.

—Guapo, alcánzame —oyó decir a Diana, a quien vio sentada en el descansillo de las escaleras con la desnudez cubierta de joyas—. Recuerda que al tocarme, así sea con un solo dedo, podrás volver a tu mundo, cielo.

Gregory gruñó y corrió a su encuentro, haciendo a un lado a los monstruos con golpes y empellones, eran débiles y torpes, pero demasiados, muchos más de los que podía apartar con su fuerza, y mientras lanzaba a uno hacia el otro extremo del tugurio, otro se le adelantaba con sus dientes o garras mugrientas para obtener esa parte del cuerpo que le hacía falta y él exhibía con naturalidad.

—¿Por qué tan molesto con mis creaciones? —Preguntó ella—. Las creé para que me hicieran compañía, solo que no me imaginé que fuera tan difícil recrear a la gente que conozco. Me salieron mal, incompletos, pero son igualmente hermosos y amigables.

Gregory dio una rápida patada a una criatura cuya figura eran cuatro manos y dos cabezas, se asemejaba a un engendro de araña que usaba los dedos como patas y manos, en una de ellas prensó el pié derecho de Gregory y lo haló hasta que hubo desprendido la pierna completa del fémur. El chico perdió el equilibrio y cayó. Los seres incompletos lo acorralaron y, atenazado por el miedo, luchó incansablemente, primero con fuertes golpes y patadas, luego con solo golpes, más tarde perdió las manos y solo pudo sacudirse, hasta que le desencajaron la cabeza y no pudo hacer nada más que observar horrorizado al grupo de monstruos repartiéndose las partes de su cuerpo de goma.

Diana bajó las escaleras con pasos livianos, reía triunfante y caminaba entre sus creaciones sin ser notada. Buscó alguna de las manos de Gregory entre los seres y por fin atinó con dos de sus dedos tirados en suelo, sonrió y los pisó como si aplastara un insecto, luego rió a carcajadas, mientras veía los ojos del pobre Gregory cerrarse.

—Te dejo libre, cielo. Gracias por tu memorable actuación —suspiró con complacencia—. Ganaste el juego.

Lagunas y DemoniosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora