EL NIÑO QUE VIVE EN MITAD DE LA NADA

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El caballo galopó y galopó sin descanso, atravesando montañas y senderos desconocidos, más que andar en delirio, parecía conocer algún rumbo y estarse dirigiendo a él.

María José le rogaba que se detuviera, temblaba, lloraba, crujía los dientes y apretaba el cuello del animal. Pero a medida que pasaban las horas no tuvo más remedio que aceptar su realidad y calmarse.

El sol ya se escondía y el cielo se tornaba color naranja, pronto la temperatura iba a descender a menos de cero grados y sus abrigos de lana no iban a ser suficientes para darle calor.

—Tienes que cansarte —exclamó María José—. Por favor, por favor, ya no corras más. Te lo suplico, tenemos que buscar refugio, tenemos que quedarnos quietos mientras Max nos encuentra.

El caballo relinchó y aceleró el paso, internándose cada vez más en el solitario páramo y alejándose de la civilización y de cualquier esperanza de que la chica fuera encontrada. María José quiso llorar, nadie la rescataría, en ese lugar no podía habitar ninguna persona. Entonces notó a través del cristal empañado de sus lágrimas un punto gris, algo diferente a los frailejones del suelo y la vegetación verde. Se sacudió los ojos con las mangas de su suéter e intentó aclararse la vista. No comprendió lo que era hasta que se hubo acercado y contempló una fuente de piedra con la escultura de un ángel en su centro... aunque lo que más captó su atención, no fue la obra arquitectónica en mitad de la nada, sino el chico que estaba sentado junto a ella.

Era un muchacho blanco y su pelo negro como el ébano era tan oscuro que parecía tragarse los rayos de sol que se posaban sobre él, sus ojos eran diferentes, pues a pesar de tener la misma tonalidad, proyectaban luz como dos enormes faroles encendidos

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Era un muchacho blanco y su pelo negro como el ébano era tan oscuro que parecía tragarse los rayos de sol que se posaban sobre él, sus ojos eran diferentes, pues a pesar de tener la misma tonalidad, proyectaban luz como dos enormes faroles encendidos. Al verla, se levantó ensimismado.

El chico la vio llorar sin saber qué hacer, luego, por instinto, la rodeó con sus brazos y lo envolvió el delicioso perfume de su suéter, que no le parecía a nada que hubiese olido antes y se sintió débil ante su aura de tristeza. ¿Qué le pasaría? ¿Por qué estaría llorando? Se preguntó para sus adentros, pues no quiso hablar, incluso temió moverse y que la niña decidiera apartarse de él, o aún peor, que esa persona fuese una aparición, un hermoso espíritu del páramo a punto de volatizarse y dejarlo solo. Ella era la segunda persona que veía en su vida además de su madre, estaba sorprendido, atemorizado y a la vez sobreexcitado.

—Perdón, perdón —María José se enjugó las lágrimas con las mangas de su suéter y se apartó del desconocido, lo vio suspirar dolorosamente al separarse de su cuerpo y creyó que estaba molesto—. Este caballo se volvió loco y me trajo con él, estoy perdida y...

Aquel chico la miraba estupefacto, como un niño admirando a una musa agraciada: los ojos desorbitados, y esa expresión de asombro en su cara, ¿sería retardado mental?

            —Lo que quiero decir es que estoy perdida y necesito un teléfono para llamar a mi familia, ¿tienes uno que puedas prestarme?

—¿Un qué? —Frunció el ceño.

—¿No sabes lo que es un teléfono? ¡Ay no! —La chica se cubrió los ojos con las manos, a punto de llorar de nuevo—, ¿qué voy a hacer ahora?

—Lo siento —el niño agachó la mirada, más que estar apenado, parecía confundido.

—¿Puedo hablar con tus papás? —peguntó sacudiéndose la nariz.

—Mamá no vive aquí. Viene de vez en cuando, luego se va y pasa temporadas enteras por fuera.

—¿Te deja solo en mitad de la nada? —Preguntó sorprendida.

—Desde que recuerdo, he estado prácticamente solo en este lugar. Suelo gastar el tiempo cuidando del huerto donde están sembrados mis alimentos y si estoy libre miro las aguas de esta fuente, siempre refleja cosas distintas y me enseña algo. Mira esto.

María José asintió y dirigió su vista a la fuente, el agua estaba calma y por poco creyó que el niño le tomaba el pelo, mas pasados unos segundos pudo ver que su propio reflejo le sonreía y la saludaba agitando la mano a pesar de que ella no se estaba moviendo.

—¡Increíble! —exclamó María José asombrada y su reflejo soltó una risita inaudible—. ¿Cómo es posible?

—Debe ser porque la fuente está rellena con aguas encantadas de la laguna Michurao, a veces me habla como si fuera un ser vivo. Mamá me dijo que quien bebe de ella puede volver a este lugar instintivamente si lo desea de corazón... Como tu caballo, que de potrito tomó agua y ahora regresó con todo y jinete —rió—. Anda, salúdala —insistió el chico señalando a la fuente con la mirada.

María José no pudo saludarla, se sintió mareada y tuvo que agarrarse al borde de la fuente para no desplomarse, vio que su reflejo le pedía con ademanes agitados que apartara la vista, pero no podía, continuaba prendada a una fuerza sobrehumana que la tenía cautiva, y mientras el agua se oscurecía como si tinta negra se hubiera derramado, su cabeza daba vueltas y la piel se le erizaba. De pronto aparecieron unos ojos azules asomados en la penumbra, de ellos provenía la energía imantada que le estaba robando la vitalidad, no les temía, quería sumergirse en su color de cielo hasta que no quedara nada de ella y el alma se le hubiera apagado. Un minuto más en su presencia y María José habría muerto, pero el chico la apartó bruscamente y la hizo reaccionar con un grito.

—¡Despierta!

—¿Qué pasó?

Preguntó María José que había olvidado la imagen de los ojos azules y solo recordaba su risueño reflejo saludándola.

—No sé. Casi caes en la fuente y te quedaste mirando el agua como dormida. ¿Estás bien?

—Si —respondió ella—. Debe ser que estoy cansada.

El cielo tronó y María José dio un respingo, miró las altas nubes ennegrecidas y temió a la lluvia que se avecinaba, ¿no podía ser peor? Ella perdida, lejos de la seguridad y el calor de su hogar y la naturaleza inclemente amenazaba con empeorar la situación.

—¿Quieres venir a mi hogar? —Ofreció el chico.

—Me encantaría, por cierto, ¿cómo te llamas? —Le preguntó siguiéndole el paso, tenía que refugiarse de la lluvia y además sentía curiosidad por entrar a la casa de un niño escondido en el páramo.

—Me llamo Zuhé Valero ¿y tú?

—María José Abendroth. Tienes un nombre muy raro.

—Zuhé quiere decir Sol en una lengua aborigen llamada Mucu —le explicó.

—Mi apellido es así de raro porque mi papá biológico es alemán—agachó la mirada—. No lo conozco, ¿tú sí conoces a tu papi?

—No, mamá me dijo que murió antes de que yo naciera —respondió Zuhé—. Era un biólogo que descubrió unos libros de alquimia que le cambiaron la vida, en ellos se hablaba sobre esta colina y lo que hay debajo, por eso se vino junto a mi madre a vivir aquí.

—¿Cuál colina?

—Ya casi llegamos —comentó Zuhé y la condujo unos metros más adelante hacia una colina pequeña con una puerta de madera en la base, giró el picaporte, empujó y descubrió el interior.

—¡Vives en una colina! —María José hizo una mueca de asombro.

Lagunas y DemoniosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora