[Habla Gambeia]
Mis lágrimas ardían. Había sido testigo de tantos horrores que creía llorar sangre con fuego. Tenía el alma desecha y no me resistí a que los invasores ataran mis manos con pesadas cadenas, sabía que iba a morir y deseaba que fuese rápido, lo más rápido posible.
Apresuré mis pasos a la laguna Negra, ni siquiera les di tiempo de empujarme. Por alguna razón los invasores habían elegido ese como el lugar para acabar con mi vida, tal vez porque sabían que nuestros dioses estaban en las lagunas y querían dejar bien en claro que ninguno se esforzaría por ayudarnos. Lo habían logrado, no había esperanza entre nosotros. Mis hijos, los sobrevivientes a la batalla, chillaban tras de mí y pedían a gritos que me detuviera, mientras el grupo de invasores que vestía de negro rezaba la oración para enviarme al infierno.
Me encontraba ya a punto de hundirme cuando escuché horrorizada que la oración acababa en un conjuro para mantenerme atada a la laguna por la eternidad, entonces pataleé desesperada agotando todas mis fuerza antes incluso que terminaran de rezar y mientras me hundía en la fría y oscura laguna, no dejaba de pensar que mi sufrimiento sería eterno.
Atrapada entre las aguas, sumida en la noche perpetua y la soledad absoluta, rememoré una y otra vez todo lo que había ocurrido. Lo que habíamos vivido yo y mi gente.
Pensé que ganaríamos la batalla, los sobrevivientes de una tribu vecina nos habían pedido refugio y ya sabíamos que los invasores nos atacarían. Aprovechando esa ventaja, en las cercanías hicimos trincheras con maderas picudas en el fondo y las cubrimos con hierba. Nuestros guerreros se prepararon y el día de la ofensiva, los enemigos eran mucho menos de los que se nos había advertido, habían comido de nuestras trampas en el camino.
Sin embargo aquellos enemigos eran espantosos, tenían pieles pálidas y ojos brillantes y venían montados sobre monstruos de patas largas, ayudados por bestias que aullaban y con armas que mataban de un disparo. Redujeron a nuestros guerreros con facilidad y mi pueblo, el que no luchaba, tuvo que huir, no sin antes quemar nuestras chozas y sembradíos para que el enemigo no se valiera de ello.
Decidí quedarme y vivir el mismo destino de mis hijos guerreros, no me habría perdonado dejarlos solos en ese último momento de agonía, aunque mentiría al decir que no me arrepentí luego.
Los invasores nos azotaron cincuenta veces a todos, fue una orden del general como venganza porque su caballo había muerto en una de las trincheras. Sin importarles cuánto sangrábamos comenzó la peor tortura, más azotes y laceraciones para obligarnos a decir dónde escondíamos el oro, cosa que jamás encontrarían puesto que éramos una tribu que no recolectaba ese mineral. Desesperados, nos lanzaron a las llamas vivas de nuestras chozas ardiendo, muchos perecieron, otros como yo sobrevivimos con quemaduras graves. Mi linda hija Inahí, que había permanecido escondida tras un árbol porque quería esperar a que su hermano llegara de la batalla, fue poseída por esos hombres hasta morir, e incluso yo, vieja, quemada y magullada sufrí la misma vejación, solo que para mi desgracia viví hasta el día que aparecieron los sacerdotes que decidirían condenarme en la laguna.
Cada diez años, emergía de la laguna dispuesta a arrastrar conmigo a alguno de los invasores, así no cambiara mi lugar con ellos, me vengaría una y otra vez hasta que sintiera que había hecho justicia. Lamentablemente la venganza no alivió mi pena ni mucho menos mi soledad. He permanecido bajo estas aguas por más de cuatrocientos años y estoy tan desesperada que soy capaz de cometer cualquier atrocidad por la pura esperanza de que mi alma al fin sea libre.
María José percibió la soledad, la melancolía y la impotencia que dominaban al Cabrunco, eran poco menos de cinco siglos de prisión en las tinieblas, casi cinco siglos sin ver la luz del día. Deseaba ser libre y por eso había cometido tantos errores, por eso había perpetrado tantos males. La chica no pudo seguirla juzgando y aunque no justificaba lo que había hecho con sus amigos, su odio se había vuelto lastima y no quiso enfrentarla con esa oración.
La chica vio al Cabrunco ovillado entre la vegetación, temblaba, lloraba y no dejaba de suplicar misericordia por sus hijos. María José envolvió la mano que el Cabrunco le había extendido con las dos suyas y le besó los nudillos.
—Ya pasó, Gambeia, pasó hace mucho, por favor perdónenos... perdóneme —María José había sentido el temor de la anciana y quería emplear sus últimos momentos de vida en hacerla sentir protegida—. Ahora entiendo su dolor y... —una punzada en sus costillas la detuvo, apretó los dientes y después continuó hablando— ...y ya no la juzgo. Pero por favor, libere a mis amigos.
—Un beso —dijo Gambeia recuperando la compostura. Su cuerpo se había estremecido al sentir los labios de esa joven y la miraba asombrada—. Hace tanto que no recibo uno —apretó su mano contra las de la chica—. Un beso —posó su mejilla derecha sobre los dedos cerrados de María José, necesitaba sentir más de ese afecto—. Calor humano —susurró conmovida.
El tronco de Gregory regresó a tierra firme, como mecido por la brisa nocturna. El chico salió corriendo y se arrodilló al regazo de María José. Su amiga estaba moribunda, acostada sobre un charco de sangre que cada vez era más profundo y sus ojos compasivos lloraban, pero no por su propio dolor, sino por el dolor de Gambeia.
—¿Qué le hizo a María José? Vieja bruja—Le gritó Gregory.
Gambeia abrió los ojos bruscamente y se incorporó sobre sus pies, enjugó sus lágrimas con el borde de su manta y recordó lo que había hecho, ella era la responsable de que esa niña, la única que le había demostrado misericordia en todos esos siglos, estuviera debatiéndose entre la vida y la muerte.
—Muy bien pudiste terminar la oración y enviarme de nuevo a la laguna, pero te detuviste, me escuchaste y además me besaste cuando yo solo te he hecho daño. —se puso de rodillas y le tocó la herida con las manos—. La Laguna Negra no solo me ha dado el poder de herir, también de curar. Dormirás un rato y para cuando despiertes estarás mucho mejor, con tus amigos. No te preocupes, te los devolveré.
—Gambeia... —se esforzaba por decir la chica.
—No hables —le pidió dulcemente la anciana al tiempo que pequeñas luces con el símbolo del águila floreada de Gambeia entraban por las magulladuras de la chica—. Me has demostrado que no todos los cristianos son iguales —le sonrió, Gambeia no recordaba la última vez que había sonreído—. Puedo pasar otros diez años atada a la laguna si recuerdo tu bondad. Pero volveré a secuestrar, cuando se cumpla el tiempo buscaré a otra persona para que reemplace mi lugar en las tinieblas.
—Yo... —algo en su corazón le pedía a gritos que lo dijera. María José casi no podía hablar, pero esas últimas palabras resbalaron de su garganta con una claridad imposible en su condición—. Yo la libero, Gambeia.
—Si pudieras —dijo con añoranza y agachó la vista, para su sorpresa, una luz dorada la estaba cubriendo de pies a cabeza y su cuerpo empezaba a descomponerse en pequeños halos que iban a parar al cielo.
—Niña —dijo Gambeia incrédula—. ¿Cómo es esto posible? ¿Qué poder tienes que me puedes liberar? —Ella estaba dormida y no podía responderle. La herida en su tórax se estaba cerrando y el color le regresaba a la piel—. Cuando Krogten se entere de esto, si no es que ya está enterado, correrás mucho peligro.
Gambeia supo entonces que debía ayudarla antes de terminar de desaparecer.
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Lagunas y Demonios
FantasíaEn los alrededores del parque Sierra Nevada alguien desaparece cada diez años. Los habitantes de la región atribuyen dicho fenómeno a los Cabruncos, encantos de las lagunas capaces de atraerte a ellos y hacerte perder la razón para siempre. Algo así...