ESPÍRITU DE MEDIA NOCHE

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María José titubeó. Sólo tenía que destrozar el cuadro, rasgarlo hasta que quedara hecho añicos y que el bello rostro de la dama pintada acabara en retazos desordenados. Con esa pequeña travesura, según Camila, su padre se sentiría tan ofendido que no dudaría en enviarla de vuelta a casa. Debía hacerlo por Max y por su madre... pero era tan difícil para ella dejar de ser la niña buena y educada y convertirse en esa chica traviesa que sería echada por dañina.

Se llenó de valor y alzó el cuchillo. No iba a cederle lugar al arrepentimiento, debía aceptar las consecuencias y no flaquear hasta haber regresado a los brazos de Maximiliano y... no pudo... mas no por falta de motivación, sino porque escuchó un escalofriante llanto de señora. ¡No era posible! El reloj marcaba la media noche y María José estaba segura de que la mansión dormía.

La niña se dio vuelta temblando de miedo, esperando encontrar entre los muebles el pálido espectro de un fantasma melancólico. Tal vez el fantasma de Diana, la mujer en el cuadro. Camila le había dicho que era la esposa de Claus y había desaparecido hacía más de un mes sin dejar una nota, sin llevarse sus pertenencias, sin avisar a nadie. La señora se había esfumado como se evapora el rocío y de seguro su espíritu en pena había regresado a la mansión y pretendía atormentar a la niña que intentaba destrozar el póstumo recuerdo de su rostro.

No encontró a nadie, el vestíbulo estaba desierto. La chica creyó poder seguir el sonido de los lamentos, pero ni en un millón de años iría en su busca.

Bajó de la mesita con cuidado y se dispuso a correr hasta su habitación, lejos de aquél llanto fantasmal que sin duda le llenaría el sueño de pesadillas.

—Mi hija —chilló la señora—. Mi niña hermosa.

María José no dio un paso más. Conocía esa voz, tenía que ser... No, no era posible y sin embargo el asalto de la duda la convenció de lo que, de otra manera, nunca habría decidido; se dirigiría a la fuente del llamado. Tenía que comprobar que esa voz no era de quien se había imaginado.

Atravesó la puerta hacia una sala con poltronas de cuero, estantes con libros y una chimenea. El llanto se escuchaba más cerca. Abrió otra puerta y salió a uno de los jardines de la mansión. Lirios pálidos abundaban en secciones circulares a los lados de un angosto camino de piedras. El camino llevaba hacia una pérgola de techo cóncavo, donde estaba sentada una mujer en un banco blanco de hierro. María José contuvo el aliento, no podía creerlo, la triste dama que cubría sus ojos como si así pudiera detener el río de lágrimas que le inundaba las mejillas, era su madre.

—¿Ma... má? —María José se acercaba a tientas, escalofriada hasta la médula y con el corazón en una mano. Intentaba buscar explicaciones lógicas a lo que estaba ocurriendo; su madre estaba allí, sana y, llorando. Era demasiado extraño y a la vez maravilloso, un milagro. La joven dejó caer el cuchillo que aún empuñaba por si debía defenderse y corrió al encuentro con Carolina. Mientras más cerca estaba, más amplia se hacía su sonrisa y también la de su madre, que floreció resplandeciente entre tantas lágrimas.

Cuando se encontraron, empezaron a tocarse la una a la otra para comprobar que eran reales. Carolina no tuvo dudas de que su hija era de carne y hueso. En cambio María José advirtió aterrada que la piel de su madre le cosquilleaba los dedos y soltaba leves destellos de luz. Se le humedecieron los ojos, presentía que algo malo le había ocurrido y un vacío hondo se le instaló en el estómago.

—Mami.

La abrazó. El contacto con su cuerpo resplandeciente le produjo un singular hormigueo y a la vez la hizo sentir reconfortada. Había algo sobrenatural en Carolina, algo divino, puro y hasta mágico que la abrigaba de pies a cabeza. María José flotaba en sus brazos protectores, en un espacio atemporal que se sentía como un hogar alejado de todo peligro. Si hubiera estado en sus manos, habría permanecido allí por siempre, envuelta en la paz indescriptible que emanaban esos brazos angelicales.

—Mi niña hermosa. Tenía tanto miedo de no volverte a ver —le besó la nuca con delicadeza.

—¿Por qué dices eso? Mamí, no entiendo nada. Estás aquí, estás sana... y abrazarte, se siente tan raro, tan bonito. ¿Qué está pasando?

—No sé cómo llegue aquí. Hace solo un momento estaba en mi cama, en Ejido, y había una mujer —Carolina se detuvo al recordar.

—¿Qué mujer, mami?

—No sé quién era y a Max no podía verlo, solo escucharlo, estaba ahí, en alguna parte y... —Carolina se detuvo nuevamente y más lágrimas se escaparon de sus ojos. No tenía valor para contarle a su hija lo que había ocurrido, y sin embargo, era imprescindible que supiera que alguien había irrumpido en su casa y había sido capaz de asfixiarla hasta la muerte solo por no obtener la ubicación de su hija.

—¿Qué pasó, Mami? Por favor dime —María José se apartó de sus brazos, nerviosa.

—Debes ser fuerte, mi amor —Carolina le sujetó las manos y su voz se tornó severa—. De ahora en adelante, ni Max, ni yo estaremos para cuidarte. Pero, mientras estés lejos de Mérida estarás segura. Y en esto quiero ser muy clara, por ningún motivo, María José, debes poner un pie en ese estado.

—¿Por qué me dices eso, mamí? ¿Qué pasó contigo? ¿Qué pasó con Max?

Carolina agachó el rostro.

—¡No! ¡No pueden estar...! ¡Los dos!

—Mi niña hermosa —Carolina volvió a cubrirla con sus brazos—. Ni en mi último aliento podía dejar de pensar en ti. Me siento feliz porque tuve la oportunidad de verte de nuevo. No llores, mi amor, somos afortunadas por estar juntas en este momento. Por favor, recuerda que no nos estamos despidiendo por siempre. —Carolina alzó la vista y se quedó prendada a un punto en el cielo en donde María José no vio nada, luego sonrió como si estuviera vislumbrando una gran maravilla—. Es hora —dijo absorta—. Debo irme.

—No, no, te lo suplico, no —María José acudió a los brazos de su madre y se aferró a ellos. Pensó que si apretaba lo suficiente, podría obligarla a permanecer allí a su lado—. No te vayas, mami. O llévame contigo, no me dejes aquí sola.

—No esta noche, mi amor —le acarició el cabello con ternura—. No estés triste. Cuando pienses en mí, piensa en lo mucho que quiero que seas feliz. Esté donde esté, estaré orando para que tengas valor y puedas salir adelante, y para que seas una niña alegre y buena, como has sido hasta ahora. No te rindas, mi niña, aquí estás alejada de todo mal y siempre que sigas mi consejo y no regreses a Mérida podrás crecer y vivir sin peligro. Te amo, te amo muchísimo y confío en ti, mi niña valiente.

Cuando acabó de hablar María José se percató de que estaba abrazando solo sombras. Se acurrucó en el banco, temblando de frío y de tristeza, hasta que vio a Claus cruzando el camino de piedra y acercándose a ella.

—¿Qué haces aquí, pequeña? ¿Cómo saliste si las puertas estaban cerradas? —Le preguntó. Al notar que lloraba se sentó a su lado y la estrechó entre sus brazos. Ella no quiso responder. Recibió el abrazo con gratitud y lloró en su pecho hasta que ya no le quedaron más fuerzas y aceptó que su padre la condujera de vuelta a su habitación.

Lagunas y DemoniosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora