A las diez de la mañana Zuhé ya era un ciudadano de la República Bolivariana de Venezuela. Los jóvenes lo habían presentado en el registro civil como un niño de la calle con el que se habían encariñado y a quien Camila quería adoptar.
—Es mejor que yo sea su madre, Mari —le había dicho Camila antes de que ella pidiera la custodia—. En seis años Zuhé será mayor de edad y podrán casarse.
—¿Cómo se te ocurre decir eso, Camila? No soy pedófila.
—Ninguna pedófila, Mari, ¿cuántos viejos verdes no esperan a que una niña madure para casarse con ella y nadie dice nada? No estoy diciendo que te vas a casar con él obligatoriamente, solo digo que es mejor considerar esa posibilidad y registrarlo como mi hijo para que no haya problemas en el futuro, eso es todo.
Los jóvenes habían demorado menos tiempo del que calculaban y con todo el día por delante decidieron pasear por el Bulevar de Sabana Grande, sin sospechar que en ese mismo momento y entre las dos avenidas que comunicaban el bulevar, se reunía una multitud de huelguistas pidiendo la libertad de Leopoldo López, un dirigente opositor apresado a principios de año por liderar protestas contra el gobierno.
Una mañana calurosa abrazaba los innumerables edificios de vidrio y concreto y por el extenso pavimento adoquinado concurrían decenas de personas. Camila y María José le mostraron al niño a un hombre que pintaba con tizas los adoquines y creaba paisajes surrealistas, a tres jóvenes de ropas holgadas que hacían piruetas en el suelo mientras sonaba una música repetitiva en una radio... Por su parte, Gregory le sugería otras maravillas y no perdía ocasión de señalarle chicas hermosas, de piernas contorneadas y figuras esbeltas. Los jóvenes estaban tan ensimismados señalando lo a que ellos les parecía digno de ser admirado que no se daban cuenta de la expresión incómoda y casi horrorizada de Zuhé.
—¡Los árboles! —Dijo el niño—. Están como, ¿encerrados?
—Bueno, están entre alcorques —respondió María José— ¿Estás bien?
—¿Y qué es eso? —Señaló una escultura rectangular de siete metro de alto con la figura horadada de un árbol que la cortaba de arriba abajo.
—Una escultura de hierro —respondió Gregory—. ¿Te gusta?
—No es de hierro, es de acero inoxidable y es una obra de arte —intervino Camila—. Se llama boceto para un bosque.
—Pues yo no le veo nada de bosque a esa cosa brillante que intenta parecer un árbol.
Camila rió.
—Me encanta este niño. Pero mira, Zuhé, la autora creía lo mismo, esto es como una queja a la deforestación de los bosques. Yo lo entiendo de esa manera. Un metal con un espacio vacío de un árbol. No es la figura de un árbol hecha de metal, ni un árbol pintado; es la ausencia del árbol entre dos pilares metálicos... y leí que así nos quedaremos en cuatrocientos años si seguimos acabando con ellos, en un mundo de metal sin árboles.
—Esto es horrible —dijo Zuhé—. Pareciera que quieren tapar todo lo verde.
—Este niño de verdad que es hijo de Camila —se mofó Gregory—. Hay muchos, muchos árboles en el mundo, Zuhé. Y zonas con muchas plantas protegidas para que nadie las deforeste. No le hagas caso a esa testigo de los hippies. No todo es tan malo.
—Eres un idiota, Gregory. Zuhé está acostumbrado a vivir en la naturaleza y se nos ocurrió traerlo a la ciudad más asfaltada de Venezuela. No te preocupes, Zuhé, te voy a sacar de aquí pronto, pero antes te quiero invitar unas tortas veganas riquísimas para celebrar que eres parte de nuestra familia.
—¿Tortas veganas? ¿Qué son?
—Tortas para vacas y caballos —respondió Gregory—. Pero son buenas, no me quejo.
La pastelería vegana quedaba casi al final de bulevar. Mientras más se acercaban, se hacía presente un acre olor a caucho quemado y se escuchaba la voz de una multitud voceando consignas en rechazo al gobierno. Camila estaba atónita, además de las voces, se alzaba el sonido ensordecedor de pitos, chiflidos y cornetas. Si sus oídos no la engañaban, había muchísima gente. La chica aceleró sus pasos y no prestó atención a sus amigos que le pedían que se detuviera, que era preferible marcharse antes de que llegaran las autoridades. Tenía que comprobar con sus propios ojos que la concentración era un éxito. Ella había asistido a las últimas convocatorias y la recepción había sido tan mala que ni las autoridades se habían apersonado para dispersarlos.
—Es mejor que te lleves a Zuhé, María —recomendó Gregory—. Yo me aseguraré de que a esa loca no le pase nada.
María José asintió y vio alejarse a sus amigos.
—¿Qué está pasando? —Preguntó Zuhé, aturdido por la algarabía.
—Después te explico, debemos irnos —lo sujetó de las manos.
—No. Yo quiero ver.
Zuhé se soltó de la chica y corrió tras Gregory y Camila. María José no tuvo más remedio que seguirles el paso.
Las tiendas a los lados del bulevar se apresuraban en cerrar sus santa marías y los transeúntes más cobardes corrían a todo pulmón lo más lejos que podían de la concentración. María José habría dado lo que fuera por unírseles y no dar marcha atrás. Sin embargo allí estaba, dando pasos firmes y cada vez más cerca de la turba. Su corazón latía desbocado y su temor aumentaba junto a la fuerza del ruido. Le temblaban hasta las pestañas y no pudo evitar recordar el saldo de cuarenta fallecidos que había dejado las protestas de febrero. Muchas de las víctimas habían sido inocentes colados en las concentraciones por accidente, inocentes como ella, o como Zuhé.
—¡Por favor detente! ¡Es muy peligroso!
Aquél chico no le hacía ningún caso, se adelantaba curioso sin dar importancia ni a sus súplicas, ni al ambiente de desesperación que provocaba la gente marchándose. Por fin se hizo visible la salida del bulevar que daba a la avenida los Jabillos. María José pidió a Dios que el tumulto encolerizado fuera suficiente espectáculo para saciar la curiosidad de su pequeño amigo y se diera la vuelta. Le aterraba la idea de verlo engullido por ese mar de personas y tener que adentrarse para encontrarlo.
—¡Zuhé, quédate donde estás!
María José lo vio detenerse junto a la estatua de los petroleros y sintió un alivio momentáneo. Lo siguiente fue el olor a gas lacrimógeno, el sonido de disparos estallando a lo lejos y la visión de la turba entrando con desesperación al bulevar.
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Lagunas y Demonios
פנטזיהEn los alrededores del parque Sierra Nevada alguien desaparece cada diez años. Los habitantes de la región atribuyen dicho fenómeno a los Cabruncos, encantos de las lagunas capaces de atraerte a ellos y hacerte perder la razón para siempre. Algo así...