MONSTRUOS

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La noche teñía el cielo de oscuros matices y aparecían lejanas estrellas en el firmamento. Vientos helados descendían de los altos picos nevados de las Sierras del parque y congelaban el débil manto de rocío en las plantas. María José se había puesto una ruana negra con capucha que le había prestado Soledad, los guantes de cuero de Gregory y la bufanda de lana con cuadros rojos y negros de Camila y cuando hubo llegado la hora de partir, se armó de valor y montó el caballo que estaba a un lado de la fuente. Aun con toda la indumentaria para protegerse del frío, la marcha del alazán la forzaba a recibir el baño de aire gélido del páramo y María temblaba asida a las riendas del animal.

"¿Por tu culpa lo perdí todo?" Las palabras de Zuhé la mortificaban, ese pobre muchacho había vivido condenado al miedo, el odio y la soledad por casi una década y se había convertido en ese niño asustadizo y malgeniado, por su culpa. Si él no se hubiera sacrificado por ella tal vez viviría tranquilo en su colina hogar, con el alma pura y alejada de la maldad del mundo. Ahora, en sus manos estaba la oportunidad de cambiarlo todo y devolverle la vitalidad de un corazón que ama.

María José cabalgó por una hora hasta la laguna Mucubají, eran las doce de la noche en punto cuando llegó y bajó del caballo empujada por la impaciencia. Tomó una bocanada de aire, como hacía cada vez que necesitaba fuerzas y orando en su mente, asió unas piedras del suelo, las arrojó al agua y gritó.

—¡Despierta!

No pasó nada.

Repitió la misma acción dos veces más y se detuvo cuando notó la luz de una linterna al otro lado de la laguna, por donde estaba el muelle.

—¿Hay alguien ahí? —Escuchó que dijo la voz de un hombre a lo lejos.

María José pensó que debía ser el guarda parques y se sintió frustrada, no sabía cómo iba a justificar lo que estaba haciendo y permaneció en silencio, con la esperanza de que el hombre se alejara pronto, pero él no daba muestras de querer dar marcha atrás y seguía caminando en dirección a ella. La luz de su linterna besaba el follaje y María José veía a lo lejos su silueta oscurecida por el sopor de la noche.

La chica lanzó al agua la cadena de oro de Camila y, deshaciéndose de la vergüenza, gritó con todas sus fuerzas, gritó como si su vida dependiera de ello, tensando los músculos de su cuello y extendiendo un alarido estridente que por segundos detuvo al guarda parques, pero que acabó por apurarle el paso.

"Aparece, por favor, aparece" rogaba María José mentalmente.

Y ocurrió lo que estaba esperando, la atmósfera cambió, así como había cambiado en la tarde al cruzar hacia la casita de baños. En ese punto María José ya sospechaba que si el aire se volvía pesado y le parecía haber entrado en otro mundo era porque en realidad había atravesado la puerta hacia el plano espiritual de un Cabrunco y, al ver que el guarda parques había desaparecido, tuvo muy claro que se encontraba lejos de todos los hombres.

—¿Quién eres y qué quieres? —Preguntó una voz anciana proveniente de las aguas.

—Me llamo María José Abendroth. Quiero cortar los lazos que me unen al Cabrunco de esta laguna.

Una daga de oro, tan brillante como las estrellas y tan afilada como la espada de un gladiador, emergió del agua y flotó hasta quedar frente a los pies de María. Ella miró el objeto consternada y se preguntó en voz alta qué debía hacer. Esperaba que apareciera una taza, como le había asegurado Soledad, y no ese instrumento punzante del que obviamente no podía beber, a menos, que el espíritu de la laguna estuviera pidiendo... su sangre.

—¿Quieres... que me corte? —Preguntó nerviosa.

—No —respondió la voz y aparecieron dos hilos dorados en el vientre de la chica, ambos se estiraban y se perdían en lo profundo de la laguna—. Uno de esos hilos te une a Mucubají, el otro te mantiene viva en el mundo de los hombres. Corta uno y deja que tu suerte decida si debes permanecer aquí eternamente o ser liberada del pacto.

Mientras María José se agachaba y aupaba la daga resplandeciente, un ejército de groliums entraba a la colina hogar. Soledad los esperaba y no se exaltó, pero los jóvenes brincaron de los muebles preguntando qué eran esos animales que parecían zorros y tenían agallas. La respuesta de Soledad fue una risa sardónica.

Gregory desencajó una rama estriada de la pared y golpeó a los groliums que le saltaban encima. Camila se refugió tras él, gritando y pateó a un grolium que se le abalanzó.

—Vieja bruja, ¿usted los controla? —Exclamó Gregory. Soledad no paraba de reír.

—No, los controlo yo.

Un niño blanco, como de diez años, traspasó el umbral de la puerta. Si María José lo hubiera visto, le habría parecido una versión más joven del Zuhé, con la excepción de que los ojos de éste eran grises y en vez de proyectar luz, daban una sensación de malicia.

—Son inofensivos —dijo el niño con voz pausada y un grolium escaló desde su pierna hasta el hombro—, déjense morder, no tienen escapatoria.

Camila arrancó otra rama de la pared y se defendió de un grolium que la amenazaba. Uno tras otro le caían de todas direcciones y en poco tiempo fueron rodeados por cientos de pequeños monstruos.

—¿Por qué no los detienen? ¿Por qué no nos ayudan? —inquirió Camila, pero nadie le respondió.

Era imposible apartarlos a todos, eran demasiados. La primera en dejarse morder fue Camila, un grolium le apretó los dientes en la batata de la pierna derecha. Ella gritó y sacudió el pie para quitárselo de encima, pero no pudo seguir luchando, porque la somnolencia le hizo temblar las rodillas y un peso como de piedras cayéndole encima la tumbó, se esforzó por mantenerse despierta tanto como pudo y vio a Gregory derrumbarse sobre ella y desfallecer, tenía encima tres groliums y muchas más de esas criaturas se le avecinaban, eclipsándolo en un manto oscuro de pelos, garras y dientes. "Gregory" musitó vencida por la modorra y acompañó a su amigo en sueños.

Los groliums clavaron a Camila en la pared con su saliva pegajosa y luego hicieron lo mismo con Gregory.

—Creo que es la chica, mi amor —dijo Soledad—. No creo que la laguna Negra haya elegido al muchacho, de todas formas revísalos a ambos, tenemos poco tiempo.

Mientras esto ocurría, María José cortaba uno de los hilos al azar. La joven sintió que un líquido se atoraba en su garganta y se volvía una sustancia pastosa en la lengua. Pensó lo peor, había elegido el hilo incorrecto y esa era la sensación de su inevitable muerte.

No podía respirar y metió su mano a la boca para deshacerse de lo que la ahogaba, pero se lastimó con las uñas, que estaban creciéndole desproporcionadamente y ya había hecho añicos los guantes de Gregory.

Horrorizada, alzó las manos a la altura de los hombros, sus nudillos se inflaban, la piel de los brazos se le acartonaba, le nacían protuberancias rojas y lloró lágrimas negras. Bajó la cabeza para reflejarse en la laguna. Su rostro estaba hinchado y viscoso, un enorme bulto se expandió en su frente y el cabello se le fue desprendiendo.

"Soy un monstruo" pensó intentando respirar.

María José notó una aleta de tiburón recortando la superficie del agua. Se alejó corriendo y trató de montar a su caballo, pero éste la atacó con sus pesuñas relinchando... Ella era un adefesio, ni las bestias soportaban su fealdad.

Al fin inhaló, sintió que el estómago se le contraía en arcadas y expulsó un vómito dorado. Se cayó y se arrastró en el suelo mareada, recordando que no podía permanecer allí después de la media noche, pero no pudo llegar muy lejos, el corazón acelerado y la sobrecarga de adrenalina la hicieron desmayar.

Lagunas y DemoniosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora