En noches como esas en las que el restaurant se estremecía con música y gente alegre, Camila aplaudiría, bailaría e intentaría animar aún más la fiesta. Había ocurrido en más de una oportunidad que, debido a que nadie se atrevía a acercarse a la pista de baile, ella se había dado la tarea de invitar a bailar a personas desconocidas. Sin embargo esa noche era diferente, tenía la mente dispersa en pensamientos y temores y el alborozo del rededor la tenía sin cuidado.
Se levantó de su silla y se dirigió a la barra, pidió dos cervezas embotelladas y salió del restaurant. Estaba acostumbrada al frío del exterior y solía gustarle, pero esa noche hasta eso le parecía incómodo. Dirigió su vista al lago y lo encontró oculto por una espesa neblina demasiado uniforme para ser natural. Se acercó unos pasos con curiosidad, pero luego se alejó al escuchar las risas juguetonas de sus amigos. Necesitaban privacidad y ella tampoco estaba de ánimos para acompañarlos en sus juegos. Prefería visitar a otra persona, alguien que pudiera entender mucho mejor su humor actual.
Le llevó unos ochenta pasos llegar al pabellón de empleados, una sección de habitaciones detrás del hotel rodeada de alelíes morados y geranios blancos. Camila atravesó un pasillo con arcos sostenidos por columnas y se detuvo en la habitación número siete, tocó la puerta y espero a que Gregory preguntara, ¿quién?
—Abre, imbécil —respondió ella.
—Así no te voy a abrir. Trátame con amor.
—Te traje una cerveza.
Acto seguido, Gregory abrió la puerta sonriendo.
—Buena chica, pasa —Gregory tenía el torso desnudo y vendas manchadas de sangre en las heridas de perdigón.
—¿Cómo te sientes? —Preguntó Camila mientras entraba.
—Pues no me duele, la verdad. La enfermera hizo un buen trabajo con la cura y me dio analgésicos. Creo que viviré.
Camila se quitó los zapatos y se sentó en una esquina de la cama de Gregory. Era un dormitorio sencillo que ocupaba una estancia de veinte metros cuadrados, con vigas de madera vista en el techo, paredes amarillas con un afiche del grupo Maná pegado sobre la cabecera de la cama, un mueble de computadora con una silla de madera, closet, televisor sostenido sobre una estructura de hierro en la pared y una ventana que veía hacia las columnas del exterior y el jardín.
—Toma —la chica extendió la cerveza esforzándose por sonreír. Gregory la asió y se sentó a su lado en la colcha.
—Y tú, Camila, ¿cómo te sientes? ¿Quieres hablar de lo que pasó hoy?
—Gregory... estoy asustada.
—Es normal, hoy casi...
—No es solo eso, Greg. Te va a parecer una locura, pero lo que pasó en el bulevar no me parece tan importante como...
—¿Los Cabruncos, verdad? —Preguntó después de darle un sorbo a la cerveza. El sabor amargo y la temperatura fría del licor le hicieron agua la lengua—. Te conozco como si fueras mi hermana, Camila Abendroth, y he estado por preguntarte qué piensas ahora que el mundo no es tan... realista y cuadrado como lo has visto siempre.
—No siempre he sido tan relista como crees. De niña me la pasaba asustada; una vez le tuve que pedir a mi tío que cambiara mis sábanas de Winnie Pohs porque, sí, búrlate, creía que los ositos me miraban. ¿Lo puedes creer? Así de tonta era. Claro que nunca me pasó nada sobrenatural y cuando mi tío murió, dejé de creer en todo; en ángeles, en demonios, en dioses. Estaba sola, y ningún hada madrina iba a llegar a solucionar mi vida... sin embargo aquí estamos, sobrevivimos a un Cabrunco y yo adopté a un niño que es muy dulce, pero puede controlar demonios y quién sabe cuántas cosas más pueda hacer. No sé qué pensar del mundo ahora, Gregory... y tengo miedo. No sé por qué creo que no hemos regresado a nuestro mundo real y que nunca volveremos.
—Lo que nos pasó en el parque Sierra Nevada, sí, fue de locos, pero nos pasó allá. Estamos bien lejos de esas lagunas demoniacas y aquí el peligro está en la calle, y tiene carne y huesos. Mira lo que nos acaba de pasar, ¿no crees que ya tenemos suficiente de qué preocuparnos en este país como para que te pongas con eso? Relájate, cabezona. Estoy seguro que las fantasías se quedaron en Mérida. ¡Brindemos por eso!
Chocaron las botellas y bebieron un trago largo.
—A veces no eres tan idiota, Gregory.
—Y tú a veces no eres tan gritona. Te hace bien tener un poco de miedo, señorita Abendroth.
—No te acostumbres, planeo seguirte gritando mañana, está en el tope de mi agenda.
—¿Y después saldrás a comer plantitas indefensas?
Los dos rieron, luego Camila bebió más cerveza y suspiró.
—Veamos una película hasta quedarnos dormidos —sugirió Gregory—. Olvidémonos de los Cabruncos y de los demonios un rato, ¿te parece?
—Bien, pero que sea comedia.
—Oh jo jo. Y yo que pensaba ponerte una más caliente a ver si al fin te convencía de hacer cositas malas conmigo. Ya, ya, no me pongas esa cara, que sea una comedia, tranquila.
Gregory puso las botellas vacías en el suelo y se sentó frente a la computadora, pasó la película a un pentdrive y conectó el pentdrive al televisor. Se acostó en la cama y Camila acomodó la cabeza en su hombro derecho y entrelazó su brazo con el suyo. El chico respiró el aroma limpio del cabello de Camila y lo miró de reojo, era liso, brillante y bien cuidado. Para ser tan hippie, su amiga estaba siempre pulcra y exudaba un olor excitante. A Gregory le habría gustado besarle la coronilla, refugiarla entre sus brazos y decirle que todo estaría bien, que él la protegería. Se lo diría muy de cerca, para que ella viera la firmeza de sus ojos y para que él pudiera respirar más de ella y entonces, cuando el silencio los envolviera en un deseo delirante, la besaría... claro, si eso no fuese a arruinar su amistad.
—Así que le tenías miedo a Winnie Poh.
—Si le cuentas a alguien, te mato.
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Lagunas y Demonios
FantasyEn los alrededores del parque Sierra Nevada alguien desaparece cada diez años. Los habitantes de la región atribuyen dicho fenómeno a los Cabruncos, encantos de las lagunas capaces de atraerte a ellos y hacerte perder la razón para siempre. Algo así...